2008/04/26

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  • Verdad y libertad
  • ABC, 2008-04-26 # Juan Manuel de Prada

Entre las enseñanzas que Benedicto XVI ha sembrado durante su viaje apostólico a los Estados Unidos, merece destacarse la reflexión sobre la naturaleza de la verdadera libertad; y aquí «verdadera» debe entenderse como epíteto redundante, pues en efecto no hay libertad sin verdad. Benedicto XVI cada día me encandila más: su pontificado será recordado como un retorno a los fundamentos y manantiales de la fe, cuando el peligro de la mistificación amenazaba con convertir la fe de muchos católicos en un aguachirle mundano y contemporizador con las modas de cada época. Porque, claro, los católicos vivimos en el mundo y corremos el riesgo de contemporizar con sus modas, olvidando aquellas palabras de la Carta a Diogneto, uno de los textos más hermosos del cristianismo primitivo, en donde se nos recuerda que nuestra misión en el mundo es como la del alma en el cuerpo: una misión ardua, a veces desgarradora, porque el alma ama al cuerpo, pero el cuerpo detesta al alma y la rechaza, obligándola a sentirse extranjera. Chesterton escribió que ser católico es la única manera de liberarse de la degradante esclavitud de ser hijos de nuestro tiempo; pero nuestro tiempo nos quiere esclavizados, puestos de hinojos ante lo que nos vende como ideas nuevas (y que, en realidad, no son sino las viejas herejías de siempre, como también nos recuerda Chesterton), y la tentación de desistimiento es demasiado fuerte.


Una de esas presuntas ideas nuevas que nuestra época nos vende es la tan cacareada «libertad», enarbolada obsesivamente como talismán redentor del género humano por gentes variopintas que únicamente anhelan la destrucción del género humano. La idea de la libertad se nos presenta como una suerte de panacea para remediar todas las calamidades que afligen al hombre; cuando lo cierto es que más bien es la causa de casi todas ellas, pues lo que nuestra época llama libertad no es sino un sucedáneo enloquecido que convierte a los seres humanos en criaturas débiles, esclavas de sus caprichos y apetencias, arrojadas a un torbellino de contingencias. La libertad que nuestra época nos vende, bajo promesa de convertirnos en soberanos de nuestras decisiones, no es, en fin, sino una forma refinada y extraordinariamente seductora de envilecimiento. La libertad cristiana, por el contrario, sólo nos promete cadenas; pero son cadenas que nos atan a algo permanente, como el naufrago se ata en medio de la tempestad al mástil que lo mantiene a flote.


Benedicto XVI lo ha explicado en Estados Unidos con palabras diáfanas y extraordinariamente elocuentes: «¿Han notado ustedes que, con frecuencia, se invoca la libertad sin referencia alguna a la verdad de la persona humana? ¿Qué objeto tiene una libertad que, ignorando la verdad, persigue lo que es falso o injusto? ¿A cuántos jóvenes se les ha tendido una mano que, en nombre de la libertad, los ha llevado al consumo de estupefacientes, a la confusión moral o intelectual, a la violencia, a la pérdida del respeto por sí mismos, a la desesperación?». Mientras escribo estas líneas, leo algunos pasajes de un casposísimo folleto gay en el que se exhorta a los jóvenes a «ponerse hasta el culo» de drogas mientras se dan por culo como descosidos: éstas son las flores pútridas de la libertad que ofrece nuestra época, la libertad del náufrago extraviado que en lugar de encadenarse al mástil del barco se entrega al ímpetu del oleaje. El gran Leonardo Castellani, en una de sus gloriosas diatribas contra el liberalismo, escribió: «La verdadera libertad es un estado de obediencia. El hombre se liberta de la corrupción de la carne obedeciendo a la razón, se liberta de la materia sujetándose al perfil diamantino de una forma, se liberta de lo efímero atándose a un estilo, de lo caprichoso adaptándose a los usos; se liberta de su infecundidad solitaria obedeciendo a la vida, y de su misma vida caduca y mortal se liberta, a veces, perdiéndola en obediencia a Aquel que dijo: «Yo soy la Vida». La libertad del cristiano, nos recuerda Benedicto XVI, nace de un descubrimiento feliz: la posibilidad de entender el mundo, la posibilidad de entender nuestro lugar en el mundo y el sentido de nuestra vida a través del encuentro con la verdad de Jesús. Y, cuando ese encuentro se produce, ya no necesitamos que nadie nos venga con la milonga de la libertad y toda su cochambre de flores pútridas.