2008/05/11

> Iritzia: Thais Morales > ¿INVISIBLE? NO, GRACIAS

  • ¿Invisible? No, gracias
  • Grup d’Amics GLTB, 2008-05-11 # Thais Morales · Periodista y escritora
Cristina Peri Rossi, hace un tiempo, me comentó que una chica joven le dijo que era importante que existiesen figuras como ella porque las referencias de las lesbianas eran Safo, la Navratilova y punto. “Hay muchas más”, me dijo Cristina, pero “se ha hablado poco de eso. El lesbianismo ha estado muy oculto siempre”. Esa misma tarde en un programa que presentaba Boris Izaguirre, el conocido escritor dijo que las lesbianas han sido siempre transparentes.


Transparentes o invisibles, las lesbianas protagonizamos uno de los enigmas del universo: nadie nos ve y, por lo tanto, muchos no saben que existimos. Acaso, digo yo, nos consideran una leyenda urbana. A mí se me ocurren varias causas que explican nuestra invisibilidad, aparte del hecho de ser mujer, condición que ya, de entrada, difumina nuestros contornos existenciales.


Tradicionalmente, las leyes, la teología y la literatura han ignorado las relaciones entre mujeres. Y, especialmente, la posibilidad de que las mujeres pudieran tener sexo sin un hombre. Algunos legisladores consideraban el sexo entre mujeres como algo tan detestable y horrible, que como un experto del siglo XV dijo: “No debería mencionarse ni escribirse”. Otro jurista del siglo XVI aconsejó a las autoridades de Ginebra que no leyeran en voz alta, como era costumbre en los casos de ejecuciones públicas, la descripción del crimen en un caso de relaciones entre mujeres. Temían que si se hablaba del tema, las mujeres, por sus débiles naturalezas, podrían verse tentadas a este tipo de relaciones.


La reina Victoria de Inglaterra, sabia y puritana, se negó a reconocer el lesbianismo de manera que a la ventaja de no estar prohibido, había que añadir, por otro lado, la clara desventaja de no existir. En cambio, la homosexualidad masculina sí que fue prohibida porque, al menos y dentro de la barbarie, al menos ellos, los hombres, a cambio del castigo, sí tenían identidad.


Hay más casos en que los legisladores han preferido no incluir el lesbianismo en sus códigos por miedo a que al castigarlo y reconocer su existencia pudiera contagiarse o incitar a la imitación por parte de otras mujeres.


Las amistades románticas del siglo XIX, que inspiraron entre otras obras el libro “Las bostonianas”, de Henry James, cubrieron también con un velo de permisividad las relaciones entre lesbianas, que pudieron vivir sus historias de amor sin problemas. En este caso la invisibilidad se convertía en la mejor defensa. Dos mujeres juntas no eran sospechosas a los ojos de la sociedad. Resultaba impensable que su relación pudiese ir más allá de una mera amistad. Y, además, se consideraba que antes de casarse, aquel tipo de relaciones entre mujeres podía ayudarlas a madurar y resultar beneficiosa para el futuro marido. El que no ve es porque no quiere.


Pero, ojo, no hay que confundir invisibilidad con no existencia. Una lesbiana que no está fuera del armario es invisible, es cierto, pero sigue siendo lesbiana.


Otro factor que influye en la invisibilidad del lesbianismo es un fenómeno tan constatable como injusto: que las mujeres nunca hemos tenido las mismas posibilidades de reunirnos en lugares públicos que los hombres. El resultado es que muchas mujeres a lo largo de la historia recurrieron a la transformación, asumiendo la identidad de hombres, no por una cuestión estética, sino para para poder ser libres, montar negocios, comprarse un piso, trabajar, viajar… Así que en este caso tenemos una invisibilidad que, más que invisibilidad, es transformación. Ahí está la cantante Gladys Bentley o Catharine Margaretha Linck, una alemana del siglo XVI, que haciéndose pasar por hombre, sirvió en el ejército y se casó con una mujer que, después de una pelea, le confesó a su madre que Linck no era lo que parecía. La madre llevó a juicio a Linck y ésta fue ejecutada en 1721. Otros casos, como el de Cristina de Suecia –inmortalizada en el cine por Greta Garbo– no tuvieron tantos problemas.


Los hombres heterosexuales y los gays están acostumbrados a moverse en la esfera pública, de manera que siempre lo han tenido más fácil para ser visibles. La mujer, tradicionalmente, ha estado confinada a la esfera privada y por eso vamos dos pasos, o más, por detrás de los gays.


Por otro lado, ¿quién escribe la historia?


La respuesta es fácil: los hombres, revestidos por el halo de los ganadores. Eso implica que hay muchos mundos que han quedado en esa otra cara de la historia, que es como la cara oculta de la luna. Entre esos mundos está el de las lesbianas. Pero, os lo juro, basta excavar un poco, hacer arqueología lésbica, para encontrar a mujeres lesbianas en todas las épocas de la historia: Safo, en le Grecia clásica; Natalie Barney y su corte de lesbianas intelectuales en el París de los años 20 y, más recientemente y próxima, la Duquesa Roja en nuestro país, son sólo algunos de los casos que demuestran que a pesar de que no seamos visibles, no sólo somos lesbianas, sino que, además, existimos.


Y, a veces, hasta se nos percibe.

> Iritzia: Arturo Pérez-Reverte > HOMBRES COMO LOS DE ANTES

  • Hombres como los de antes
  • XLSemanal, 2008-05-11, n. 1072 # Arturo Pérez-Reverte

No siempre quienes frecuentan el bar de Lola son tíos. A veces se cuela alguna torda canónica, segura y brava, de las que entran taconeando –o no– con la cabeza alta; y cuando un desconocido les dice hola, nena, sugieren que llame nena a la madre que lo parió. Hace un par de semanas entró María: cuarenta largos y una mirada de esas que cortan la leche del café que te llevas a la boca, o deshacen en el vaso la espuma de tu cerveza. «¿Y qué hay de los pavos?», me soltó a bocajarro. «¿Qué hay de esos tiñalpas ordinarios marcando paquete y tableta de chocolate que parecen salidos de un casting de Operación Triunfo, o de esos blanditos descafeinados y pichafrías que pegan el gatillazo y se pasan la noche llorándote en el hombro y llamándote mamá?»


Eso fue, exactamente, lo que me preguntó María apenas se acodó en la barra, a mi lado. Y como me pilló sin argumentos –estaba distraído mirándole el escote a Lola, que fregaba vasos tras el mostrador– me agarró de un brazo, llevándome a la ventana. «Observa, Reverte», dijo señalando a un cacho de carne de hamburguesería que pasaba vestido con chanclas y camiseta andrajo de marca, zapatillas fosforito, los pantalones cortos caídos sobre las patas peludas, rotos y con la bragueta abierta y el elástico de los kalviklein asomándole bajo los tocinos tatuados. Luego señaló a otro que pasaba con una mano en un pezón de su novia y el móvil en la otra. «Fíjate», dijo. «Fulano indudablemente buenorro, cuerpazo sin deformaciones de bocatería; pero ha decidido ponerse pijoguapo de diseño y te partes, colega. Y no te pierdas el meneíto leve del culo, aprendido de la tele. Antes imitaban a Humphrey Bogart y ahora imitan a Bustamante. ¿Cómo lo ves? Te apuesto lo que quieras a que si la novia tropieza, o lo que sea, lo oímos cagarse en la hostia y decirle a la churri: joder, tía, ¿vas ciega o qué? Casi me tiras el Nokia.»


Volvemos a la barra, María enciende un cigarrillo y me mira de soslayo, guasona, mientras pide una caña para mí y un vermut para ella –«Con aceitunas, por favor»–. Luego me echa despacio el humo en la cara y pregunta, para emparejar con Ava Gardner y compañía, dónde están ahora aquellos pavos con registros que iban de Clark Gable a Marlon Brando. Aquel blanco y negro, o technicolor, donde lo más ligero que una se echaba al cuerpo era el toque ligeramente suave y miope del James Dean de Gigante. Porque daba igual que en la vida real –el cine era el cine, etcétera– alguno tocara al mismo tiempo saxofón y trompeta; el rastro que dejaban era lo importante: Rock Hudson siempre correcto, servicial y enamorado. El torso de Charlton Heston en El planeta de los simios. Los ojos de Montgomery Clift en aquella estación de Roma, donde estaba para comérselo. O, pasando a palabras mayores, Burt Lancaster revolcándose en la playa con Lana Turner, Cary Grant en el pasillo del hotel con Grace Kelly, Gary Cooper a cualquier edad y en donde fuera o fuese, y algún otro capaz de descolocar a una hembra como Dios manda y hacerle perder los papeles y la vergüenza: Robert Mitchum en El cielo lo sabe, por ejemplo. «¿Ubi sunt, Reverte?».


Y no me vengas, añade María mordisqueando una aceituna, con que eran cosa del cine. También en la vida real resultaban diferentes. «Esos hombres que antes se habrían tirado por la ventana que ir sin chaqueta y mostrar cercos de sudor, ¿los imaginas saliendo a la calle en chanclas o chándal, con gorra de béisbol en vez de sombrero que poder quitarse ante las señoras?... Añoro esos cuerpos gloriosos de camisa blanca y olor a limpio, o a lo que un hombre deba oler cuando, por razones que no detallo, no lo está. No era casual, tampoco, que en las fotos familiares nuestros padres fueran clavados a Gregory Peck, o que hasta el más humilde trabajador pareciese cien veces más hombre que cualquiera de los mingaflojas que hoy arrasan entre las tontas de la pepitilla que se licúan con Bruce Willis, con Gran Hermano o con tanta mariconada. ¿Qué iba a hacer hoy Sophia Loren con uno de estos gualtrapas? Hasta los niños de antes, acuérdate, procuraban caminar con desenvoltura, espalda recta y aire adulto, para dejar claro que sólo los pantalones cortos les impedían ser señores y llevarnos de calle a las niñas. Hablo de hombres de verdad: masculinos, educados, correctos en el vestir, silenciosos cuando la prudencia o la situación lo requerían; torpes, tímidos a veces, pero fiables como rocas, o pareciéndolo. Aunque te miraran el culo. Hombres con reputación de tales, que te hacían temblar las piernas con una mirada o una sonrisa. Señores a los que, como tú sueles decir, era posible llamar de ese modo sin tener que aguantarse las carcajadas; a diferencia de ahora, que en los rótulos de las puertas de los servicios llaman caballero a cualquiera.»