2008/05/25

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  • Ocho hombres y un cañón
  • XL Semanal, 2008-05-25 # Arturo Pérez-Reverte

He pensado muchas veces, y algunas lo he escrito, que los españoles no somos los de antes. Para bien y para mal. Casi siempre, más para bien que para mal; aunque en ciertos aspectos la peña haya perdido virtudes que, como en todas partes, son arrastradas por el tiempo, el confort, los cambios en la educación y la maldita tele. A los que nos gusta la gente con su toquecito espartano, la vieja estampa del español sobrio y duro, hecho lo mismo a la sequía y al pedrisco que a los infames gobiernos y desgracias que la vida le echa encima desde los tiempos de Indíbil y Mardonio, nos produce simpatía y una cierta ternura. Sin que por eso nos ciegue la pasión, claro. Algunos opinamos que, en esta vieja y rezurcida piel de toro, el número de hijos de puta por metro cuadrado es superior al de otros países de parecidas latitudes o longitudes. Lo dará la tierra, supongo. El clima, quizás. Un país seco y difícil como éste, con el currículum que tiene en la chepa, es normal que tenga tan mala leche.


Quiero decir con esto que, si en España cada cual tiene su patriotismo –caspa nacionalista paleta, nostalgia imperial, matices intermedios o ausencia absoluta de todo ello–, el mío es una especie de solidaridad vaga y agridulce; un sentimiento melancólico hecho de viajes, de libros, de viejas piedras y de años infantiles escuchando, con paciencia y respeto, la memoria –por suerte amplia y liberal– de mis abuelos. Mi patriotismo, en resumen, es la certeza de que la gente con la que comparto suelo, lengua –cuando me dejan– e Historia, remó junta en la misma galera, sufrió idéntica miseria bajo reyes imbéciles, obispos siniestros y funcionarios corruptos, y se dejó la piel, cuando no hubo más remedio, en hazañas increíbles o empresas infames, según salía el naipe de la baraja. Hazañas y empresas casi todas inútiles, por cierto. Cada vez que abro un libro de Historia habría preferido ser inglés, o francés. A veces, hasta italiano –allí tienen, al menos, sentido del humor–. Pero esto es lo que hay. Cada cual baila con la que le toca.


Debo confesar que hace unas semanas me sentí patriota, a mi manera. O me rozó el puntito. Estaba en la exposición que hemos montado en Madrid sobre el Dos de Mayo, que seguirá abierta hasta septiembre. Unos trabajadores desmontaban y volvían a montar un cañón de artillería que pesa más de media tonelada. Eran chicos duros, obreros madrileños hechos al trabajo manual, serio, de verdad. Tan parecidos a un metrosexual de mantequita suave como un cisne maricón a un pato de infantería. Gente de manos encallecidas y brazos fuertes, jóvenes todos, que arrimaban el hombro con la alegre energía de la gente vigorosa y sana cuando emprende algo por lo que le pagan bien o le interesa mucho. La tarea los divertía, pues no siempre hay oportunidad de que el curro consista en montar una pieza de artillería de 1808. La cureña y el pesado tubo de bronce estaban en el suelo, y había que levantar una y colocar encima el otro. No había otra que hacerlo a pulso, entre los ocho que eran. Hablamos de traer a más gente, pero ellos decidieron que no, que podían hacerlo solos. Y a ello se pusieron.


La faena fue larga y difícil, peligrosa a veces. Le realizaron todos a una, animándose entre sí con el tono que pueden ustedes imaginar entre gente joven y de buen humor, bromeando con el pesado cañón, con Napoleón y con los franceses, mientras acompañaban la operación con comentarios y chulerías castizas propias de los barrios de Madrid. Y viéndolos esforzarse una y otra vez, apretados los dientes, dejándose allí los riñones hasta que lograron su objetivo, algo fanfarrones, tenaces, recios y masculinos como lo fueron siempre los tíos de toda la vida, no pude menos que pensar que si en ese mismo instante, doscientos años atrás, a esos jambos les hubiesen dicho hay franceses en la calle dando por saco y ahí tenéis unas navajas, colegas, era facilísimo imaginarlos saliendo afuera en grupo, alentándose unos a otros, a sacarles las asaduras. Por España o por sus cojones, tanto da. Y es que eran ellos, concluí. Los mismos fulanos, en otro tiempo y en otras circunstancias. Fusilados o sin fusilar. De pronto resultaba tan fácil reconocerlos que me estremecí en los adentros; y a pesar de mis resabios –pesa mucho haber sido lumi antes que monja–, no pude menos que sonreír, conmovido. Se secaban el sudor de la frente y bromeaban entre sí, orgullosos del esfuerzo, mirando satisfechos el cañón puesto sobre la cureña. Esos ocho hombres jóvenes no sabían que en ese momento eran mi patria. Y que el mejor homenaje a la gente que salió a pelear a la calle doscientos años antes, acababan de hacerlo ellos.

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