2008/03/07

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  • El cardenal Rouco y el laicismo
  • Al reivindicar un Estado laico no se pretende eliminar a las religiones de la vida pública como dicen los integristas. Se trata de crear un marco donde quepan todas las creencias en igualdad de condiciones
  • El País, 2008-03-07 # Juan José Tamayo · Director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones de la Universidad Carlos III de Madrid y autor de "Desde la heterodoxia. Reflexiones sobre laicismo, política y religión"

La elección del cardenal Rouco Varela como presidente de la Conferencia Episcopal Española va a dificultar todavía más el camino hacia el laicismo en nuestro país. Así lo demuestran su oposición numantina al Gobierno socialista, su alianza con el PP y su cruzada contra determinadas leyes adoptadas en la legislatura recién terminada, como la del matrimonio homosexual, la de Memoria Histórica, la de Educación para la Ciudadanía, el divorcio exprés o la LOE.


España no es, ciertamente, un Estado confesional, como lo fuera durante el nacionalcatolicismo. Pero tampoco es un Estado ateo que persiga a las religiones, o laicista que las recluya en los espacios de culto o en la esfera privada. Todo lo contrario, las manifestaciones públicas de la religión católica están a la orden del día: desde las declaraciones de obispos y otros colectivos cristianos hasta las procesiones, pasando por los actos religiosos celebrados en espacios públicos como la concentración por la familia cristiana en la plaza de Colón.


Tampoco es un Estado laico que haya logrado la total separación entre la Iglesia y el Estado y la autonomía de la política respecto a toda tutela religiosa. Quedan todavía importantes restos de confesionalidad en la vida pública y continúa el trato de favor de los distintos Gobiernos de la democracia hacia el catolicismo, incluido el actual, como reconocen los propios dirigentes socialistas.


Hace un par de meses, José Blanco afirmaba que el comportamiento del Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero con la Iglesia católica "ha sido exquisito", y que el acuerdo de financiación "ha sido cuestionado por buena parte de la sociedad y por muchos votantes del PSOE, y nada tiene que ver con el trato a la Iglesia católica en la Unión Europea". José Bono ha ido más lejos todavía al declarar que "no hay ningún país en el mundo que trate a la Iglesia católica mejor que España".


El ejemplo más palmario contra la laicidad del Estado ha sido el acuerdo estable e indefinido de financiación firmado por la Santa Sede y el Gobierno español, por el que se incrementó la asignación a la Iglesia católica a través de la recaudación del IRPF. ¡Sorprende la facilidad con que la Iglesia católica ha conseguido lo que, tras años de lucha, no han logrado las organizaciones no gubernamentales, que vienen reclamando en vano el 0,7% para proyectos de desarrollo en el Tercer Mundo!


Este incremento contradice el propio acuerdo económico entre la Santa Sede y el Gobierno español de 1979, en el que "la Iglesia católica declara su propósito de lograr por sí misma los recursos necesarios para la atención de sus necesidades" (artículo 2.5). Con la fórmula actual vamos en dirección contraria a la autofinanciación. Además, el actual modelo de financiación incumple el principio de igualdad, reconocido en la Constitución, y es discriminatoria para con las otras confesiones religiosas, a las que los declarantes que lo deseen no pueden destinar el 0,7% en su declaración de la renta. Si el Acuerdo de 1979 era anticonstitucional, el incremento actual lo es por partida doble.


Otro ejemplo de trato favorable al catolicismo es la Ley Orgánica de Educación, que mantiene la oferta obligatoria de la religión en todos los colegios -públicos, concertados y privados-, y que en todos los niveles de la enseñanza escolar, desde la infantil hasta el bachillerato, considera la asignatura evaluable y mantiene la alternativa.


En una muestra más de injerencia clerical y de transgresión de las normas de acceso del profesorado a la docencia, los obispos siguen detentando el privilegio de nombrar y cesar a los profesores de religión, cuando es el Estado el que los contrata y paga.


La influencia de la Iglesia católica en el Parlamento se ha demostrado en la elaboración de la ley que regula la asignatura de Educación para la Ciudadanía que, según confesión del embajador de España en el Vaticano, Francisco Vázquez, fue negociada con la Santa Sede "para obtener una pax con Roma" (¡Ya sabemos lo que implicaba la pax romana!). Para ello hubo que eliminar del temario de la nueva asignatura los puntos que pudieran entrar en colisión con la doctrina y moral católicas, como el aborto o el matrimonio homosexual. A estas concesiones hay que sumar otra más preocupante todavía: la adaptación de la asignatura al ideario de los centros católicos para evitar el boicot con el que amenazaron los colegios confesionales.


Tampoco dice mucho a favor de la laicidad del Estado la reiterada presencia de representantes de las distintas instituciones públicas -estatales, autonómicas y municipales- en ceremonias religiosas de profundo significado simbólico, como procesiones, funerales católicos llamados "de Estado", elevación de obispos españoles al cardenalato, canonizaciones, beatificaciones, etcétera. Esa presencia choca con la no menos reiterada ausencia de autoridades políticas del mismo rango en actos de otras confesiones religiosas.


Me parece bien que el Gobierno y el PSOE respondieran "poniendo las cosas en su sitio" a las provocaciones de algunos obispos que en la concentración del 30 de diciembre cuestionaron el Estado de derecho. También que reaccionaran críticamente a la nota de la Permanente de la Conferencia Episcopal Española emitida el pasado 30 de enero, que pedía implícitamente que no se votara al PSOE. Pero no es suficiente.


Hay que pasar de las palabras a los hechos y avanzar hacia la construcción del Estado laico, que no es contrario a ninguna religión o ideología, sino que respeta la libertad de conciencia y la libertad religiosa. El primer paso ha de ser, a mi juicio, la revisión de los Acuerdos con la Santa Sede y con las confesiones de notorio arraigo (islam, judaísmo, iglesias evangélicas), que hoy resultan a todas luces anacrónicos. Anacronismo que será más acusado cuanto más se tarde en revisarlos. Así se liberaría al Gobierno, a cualquier Gobierno, de la atadura de pies y manos a la que se ve sometido ahora en materia religiosa.


La revisión lleva derechamente a suprimir la financiación a la Iglesia católica y a no extenderla a otras religiones, y a sustituir la enseñanza confesional de la religión en la escuela por la enseñanza laica de la historia de las religiones, que contribuirá, sin duda, a superar el analfabetismo religioso, a eliminar el carácter confesional de la escuela, a fomentar el respeto y la actitud crítica hacia las religiones.


Es necesario, asimismo, elaborar una nueva Ley de Libertad de Conciencia y Libertad Religiosa, que sustituya a la actual Ley Orgánica de Libertad Religiosa, superada por los profundos cambios sociorreligiosos producidos en la sociedad española en los últimos treinta años, entre los que cabe citar: la secularización de la sociedad española, el avance de las distintas manifestaciones de la increencia, el crecimiento numérico de otras religiones distintas de la católica, la implantación de nuevos movimientos religiosos, etcétera.


A estas dos medidas habría que sumar una tercera: la elaboración de un estatuto de laicidad en todos los ámbitos de la función pública, nacional, autonómico y municipal, que evitaría la confusión entre religión y política actualmente reinante cuando las autoridades políticas en cuanto tales participan -e incluso presiden- ceremonias religiosas.


Con estas propuestas no se pretende eliminar a las religiones de la vida pública, sino hacer realidad el Estado laico, marco político donde caben las diferentes creencias y no creencias en igualdad de condiciones. Todavía es posible corregir el camino y enfilar la senda del laicismo. Para ello hacen falta voluntad política, apoyo de la ciudadanía y colaboración de las propias religiones.

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