- Crucifijos y laicidad
- El Diario vasco, 2008-06-08 # Rafael Aguirre
Enrique Tierno Galván, alcalde de Madrid y agnóstico declarado, decidió mantener el crucifijo que se encontró en la mesa de su despacho, porque, según dijo, lo consideraba un símbolo de amor y fraternidad. Al mismo tiempo, Antonio Hernández Gil, presidente del Congreso de los Diputados y que no ocultaba su condición de creyente, dispuso la retirada del crucifijo porque su despacho debía reflejar la laicidad del Estado. Confieso que con el paso del tiempo más valoro en la Transición española la magnanimidad de grandes personalidades, prestigiosas en sus campos profesionales y que se embarcaron en la política con notable perspectiva histórica y con el ánimo de superar contenciosos inveterados de la sociedad española. La máxima generosidad se encontró en quienes habían sufrido el destierro, el ostracismo y el oscurantismo de la dictadura. Algunos petimetres y burócratas de la política denigran en la actualidad el espíritu de la Transición y lo atribuyen a una mera y desfavorable correlación de fuerzas, desconociendo la sabiduría y grandeza moral de personas como las que acabo de mencionar.
Recuerdo esto para comentar la decisión de algunos grupos políticos de discutir en el Congreso una proposición de ley que, entre otras cosas, reclama que «en los actos oficiales y en el protocolo de las administraciones públicas será respetado el principio de la laicidad». La ocasión ha venido dada por el juramento de los nuevos ministros, en el Palacio de La Zarzuela, en una mesa en la que, junto a la Constitución, se encontraban la Biblia y un crucifijo. El principio invocado por los proponentes me parece de obligado cumplimiento, pero la política no se reduce al mero desarrollo lógico de los razonamientos. Entre el Estado y la sociedad han existido, a lo largo de muchos años, canales de comunicación y hay mucha carga religiosa que se hace presente, de formas muy variadas, en actos y símbolos de las instituciones estatales. ¿Suecia, Suiza, Finlandia, Dinamarca, Georgia y tantos otros Estados tendrán que cambiar sus banderas constitucionales porque en ellas aparece la cruz? ¿Qué hacemos con la ikurriña, que tiene dos cruces?
Si la presencia de la Biblia y el Crucifijo responden a un uso e, incluso, a la misma comprensión secular de la monarquía española, ¿conviene que sea mediante ley como se quiten en el acto de juramento de los ministros ante el Rey? La casuística es variadísima. De lo más anacrónico me resulta la presencia de unos legionarios, con todo su despliegue marcial, portando un paso en la Semana Santa sevillana. Parece aconsejable separar los funerales de Estado de las ceremonias religiosas; ¿y si los familiares desean, ante todo, un funeral religioso? ¿Qué pensar de los funerales estrictamente religiosos, por ejemplo de víctimas del terrorismo, a los que asisten representantes de las instituciones del Estado? No me parece mal, al contrario, que se les reserve un lugar especial, siempre que se haga sin desvirtuar el respeto y la igualdad que deber existir en una celebración cristiana. ¿Atenta esto contra la laicidad del Estado?
La laicidad del Estado es una conquista de la democracia, es decir, un espacio neutro confesionalmente por respeto a los derechos de todas las personas y para hacer posible una convivencia plural. Personalmente -por referirme al hecho que está en el origen de estas reflexiones- me molesta el uso de la cruz como adorno en contextos que la despojan y tergiversan su sentido originario. Por ejemplo, la cruz convertida en complemento estrafalario, en emblema de combate, en signo de autoridad.
Pero pienso que este asunto no ha sido más que el primer escarceo, en la nueva legislatura, del replanteamiento de las relaciones entre la Iglesia católica y el Estado. El Gobierno ha sugerido la revisión de la Ley orgánica de libertad religiosa y un importantes sector de la opinión pública propugna la denuncia de los Acuerdos de 1979 con la Santa Sede. En ambos campos hay posturas muy radicalizadas. Un ejemplo chusco: la petición de IU para que en Barajas no se anuncie por la megafonía el horario de la misa en la capilla del aeropuerto. Se conoce que Aena atenta contra la laicidad del Estado. Por el otro lado, el diagnóstico de quienes afirman que existe una ofensiva laicista y hasta una persecución contra la Iglesia me parece muy equivocado. Como lo es la pretensión de buscar la relevancia social de la Iglesia a base de gestiones con el poder político, cuando lo que habría que promover es la presentación positiva de los valores cristianos, la participación con libertad en el debate cultural, dar a conocer las numerosas obras sociales de la Iglesia, que sus colegios estuviesen mucho más abiertos a los más desfavorecidos, la superación del nepotismo y del secretismo en su funcionamiento interno.
La Iglesia española debe no ocultar la cabeza debajo del ala y preguntarse por qué es la segunda institución peor valorada en todas las encuestas de opinión. Éste es un problema específicamente español, que no se da, ni de lejos, en ningún otro lugar. El problema es complejo; sin duda influyen factores históricos, que no se superan fácilmente, estereotipos injustos y presencias dogmáticas que chirrían en una sociedad democrática. La politización partidista de la Iglesia, a la que hemos asistido durante la pasada legislatura, la promoción de movimientos conservadores culturalmente y el deseo de relanzar un catolicismo político no hacen sino acentuar el divorcio, ya espectacular, entre la jerarquía eclesiástica y la sociedad española.
Pero la laicidad debe caracterizar al Estado, no a la sociedad. Las cuestiones que afectan al sentido de la vida son muy personales, pero no tienen por qué ser relegadas al ámbito de lo privado. La laicidad del Estado abre el espacio y crea las condiciones para que las diversas creencias, ideas y cosmovisiones puedan expresarse y dialogar libremente. Ninguna sociedad vive sólo a golpe del Boletín Oficial del Estado y de leyes. Se necesitan lugares donde germinen, se sopesen y transmitan valores, puntos de referencia para las identidades personales, espacios para cultivar, de formas diversas y libres, la vida espiritual.
En Europa hay un doble fenómeno en el que nos jugamos mucho. El futuro del islamismo se dilucida en Europa, concretamente en cómo los millones de musulmanes que viven entre nosotros van a reaccionar: reformulando su fe a la luz de la modernidad o cerrándose reactivamente en actitudes fundamentalistas. Por otra parte, al cristianismo europeo se le abre una triple disyuntiva: mostrarse como una cultura abierta, capaz de acoger la diversidad, pero sin perder su identidad; cerrarse en actitud crispada ante la secularización y el supuesto relativismo; diluirse en un magma posmoderno sin convicciones, transmutado en la cultura del bienestar y de la decadencia vital, dejando todo el campo libre ante quienes vienen con convicciones, espíritu de sacrificio y dispuestos a llevarse todo por delante. Habermas, probablemente el filósofo alemán vivo más prestigioso y que se confiesa hombre de pocas preocupaciones metafísicas, ha avisado de la necesidad de recuperar la vieja sabiduría y las energías morales que se han transmitido a través de la religión. La Europa que quiere llevar hasta sus últimas consecuencias la razón de Atenas necesita urgentemente la sabiduría que procede de Jerusalén. La Europa del siglo XXI necesita encontrar su propia laicidad. En Norteamérica se proclamó la separación total de la política y las iglesias, pero vemos que el factor religioso interfiere continuamente en la vida política (en mi opinión, frecuentemente, con mucha hipocresía). Nuestro modelo tampoco puede ser el de la Europa oriental ex comunista, con un despertar religioso caótico y, con frecuencia, con iglesias nacionales anquilosadas ideológicamente y uncidas al Estado. Quiero decir que nuestra reivindicación ineludible de la laicidad tiene que replantearse -pese a que muchas veces nos lo ponen difícil muchos jerarcas de la Iglesia y los trasnochados clichés de tantos otros- la necesidad de recuperar críticamente los legados culturales que el cristianismo ha dejado en nuestra sociedad.
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