2008/10/31

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  • El País, 2008-01-31 # Juan G. Bedoya

San Agustín, el gran obispo de Hipona, no hubiera llegado ni a cura con estas normas del Vaticano. "Me sumergí en fétida depravación hasta hartarme de placeres infernales", escribió en Confesiones. Fue de joven lo que hoy se calificaría un maniaco sexual. "Señor, dadme la castidad, pero no ahora". Convertido del todo, se erigió en uno de los grandes pensadores cristianos. Tuvo un hijo, que llamó Adeodato (Dado por Dios), con una muchacha que dejó abandonada de mala manera. Fue el primero que dictó que los padres debían "sembrar la semilla de los hijos sin sucia lujuria".


El sexo es, desde entonces, una obsesión en el Vaticano, últimamente sobre todo el homosexual.


El Papa reacciona ahora al alboroto que los escándalos de pederastia -en EE UU, Austria, incluso en España...-, causaron hace una década. También busca espantar la especie de que los seminarios son refugio de homosexualismo militante y las dudas que siembran los muchos sacerdotes que hacen pública su homosexualidad, enarbolando una cierta bandera de progresismo teológico.


El Catecismo distingue entre actos homosexuales y tendencias homosexuales. El Vaticano da un paso más, muy llamativo. No sólo expulsa del sacramento ordenado a quienes salgan del armario "de obra", sino que rechaza también a quienes tengan "mera inclinación". Se trataría de una especia de salida del almario a confesión de parte -contraviniendo el consejo de Teresa de Ávila de que "cada alma en su almario"-, y de constataciones externas de que el futuro misacantano disfruta de "firmeza y madurez afectivas para una futura relación correcta con hombres y mujeres".

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