- Viaje a la homofobia
- Catalogados como parte de lo que entonces se llamó “lacra social”, primero a muchos homosexuales se les envió a las llamadas Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP).
- 7 Días, 2008-05-18 # Alfredo Prieto · Ensayista y editor cubano. Reside en La Habana
El fantasma de Funes el Memorioso me lleva hoy de la mano a evocar mínimamente cómo llegamos a este punto. El recorrido ha sido largo: una revolución radical, que alteró de mil maneras los modos, hábitos y costumbres, comenzando por una portentosa campaña de alfabetización, fue sin embargo bastante conservadora en materia de alteridad y sexualidad. Presa de sus circunstancias y de una cultura heredada (porque desde aquí y ahora no se le pueden pedir peras al olmo) el gran suceso de 1959 no pudo deshacerse de la tradición, esa que según los clásicos del marxismo merodea “como un duende sobre las cabezas de los hombres”, y por consiguiente reprodujo patrones homofóbicos que retroalimentaron el machismo recibido de España y de las culturas africanas, una mezcla explosiva a la hora de lidiar con la otredad
Catalogados como parte de lo que entonces se llamó “lacra social”, primero a muchos homosexuales se les envió a las llamadas Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP) --una medida tristemente célebre, aunque efímera-- por donde pasaron no sólo ellos, sino también figuras tan conspicuas como el trovador Pablo Milanés, el cardenal Jaime Ortega y el reverendo Raúl Suárez, entre otros que por distintas razones fueron incluidos en el peculiar concepto. Luego, en los turbulentos y dogmáticos años 70, un Congreso de Educación y Cultura definió al homosexualismo como una “patología social” y excluyó --por lo menos en el espíritu-- a las personas de esa orientación sexual de las escuelas y la dirección de la cultura. Hasta en esto se fue convencional, pues definirlo así implicaba situar la preferencia en los terrenos de la psicología y la medicina, un claro defasaje en un contexto donde el mundo ya había comenzado a hacerse preguntas al respecto que nos llegaron, como tantas cosas, tardíamente. Fue, sin dudas, el peor momento de esa historia. A escritores de esa orientación sexual no se les permitió publicar en la Isla, como tampoco a los religiosos --y, a veces, los dos cosas eran una sola--, hecho este último fundamentado en el “ateísmo científico”, una categoría foránea que perdía de vista que la religión forma parte de la cultura y no se suprime por simple voluntad política, ni estigmatizando, ni botando (el expediente de excluidos de ciertas carreras o expulsados de la Universidad no me dejará mentir). Y el Mariel, con su enorme carga de polarización e irracionalidad, realimentó los patrones duros y estimuló a muchas personas a acoger como propio un estigma que en verdad no tenían --el de homosexual o “maricón”-- para poder salir del país como “escoria”, un código designado para aquella estampida, integrada fundamentalmente por hombres jóvenes, oscuros, solteros y desempleados que a menudo tenían problemas con la Ley, pero en el fondo algo más compleja que eso.
Como el monte se tumba cortando primero los árboles, hay consenso en reconocer el importante papel que desempeñó un filme de Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío (Fresa y Chocolate, 1993), al llamar la atención sobre la complejidad del fenómeno más allá de las etiquetas, y al defender la idea de una dinámica auténticamente humana entre dos personas de orientación sexual distinta y formación contrapuesta. Desde luego, eso no significa que el machismo se haya evaporado automáticamente de la cultura, pero hoy se percibe al menos, sobre todo en las generaciones más jóvenes, un mayor grado de aceptación de la alteridad: tomo nota de que mi hijo menor usa más la palabra “gay” en lugar de la otra. Un dato de no poca monta es que una comisión de la Asamblea Nacional tiene actualmente en estudio un proyecto de Ley sobre el cambio de identidad sexual y lo transgenérico, lo cual, de aprobarse, pondría a Cuba en un lugar de punta en el concierto de las Américas.
Esto, más la moratoria de la pena de muerte, y no tanto la autorización para comprar objetos, marca, Flavio, la verdadera senda de los cambios.