- Rudolf Nureyev. El descenso al infierno
- El lujo y el «glamour» protagonizaron la mayoría de los capítulos de su trayectoria. Sin embargo, el bailarín ruso Rudolf Nureyev tuvo una infancia asolada por el hambre y la misera. Su físico ambiguo fue objeto de deseo para ambos sexos y su manera sofisticada de bailar le convirtió en un mito. Julie Kavanagh destapa en «Rudolf Nureyev. The life» la azarosa vida de esta imponente estrella de la danza y recoge las mieles de su éxito y su caída en picado al infierno. La soledad y una intensa actividad sexual por la que acabó contagiándose de sida ensombrecieron los últimos años de su no tan brillante existencia.
- El Mundo, Magazine, 2008-08-03 # Gonzalo Ugidos
Ninguno de sus pasos en la escena fue tan relevante como los que dio en el aeropuerto parisino de Le Bourget el viernes 6 de junio de ?96?. Aquel día, escabulléndose de los agentes del KGB, Rudolf Nureyev nació de nuevo cuando desertó de su asfixiante prisión soviética para ser un hombre libre. Tras tres décadas de arte, lujo y voluptuosidad, se moriría de sida en ?993 en un París que tiritaba. En la memoria de la danza quedaron sus piruetas y arabescos, que convirtieron la levedad en una de las bellas artes. Julie Kavanagh ha catalogado en una biografía definitiva su vertiginoso salto a los cielos de la gloria global y su descenso terrible al territorio del diablo. Su nacimiento, en el transiberiano mientras su madre iba al encuentro de su padre en Vladivostok, fue el episodio más romántico de una vida intensa y un anticipo de su existencia nómada. Su madre, Farida, era sensible y bella; su padre, Hamat, comisario político del Ejército Rojo, un devoto comunista poseído por la ambición. Creía que la Revolución había sido un milagro porque le había permitido a él, un pobre tártaro musulmán, ir a la Universidad. En ese mismo tren, viajaban hacia el gulag decenas de deportados. Pero, aquellos individuos demacrados, para Hamat eran sólo réprobos de un paraíso comunista en el que casi todo el mundo tenía hambre. Los seis miembros de la familia Nureyev vivían hacinados en un cuartucho de ?6 metros cuadrados. Rudolf se desmayó en la escuela por el hambre y, para ganar algunos rublos, recogía periódicos viejos o botellas usadas. Un día de Año Nuevo, Farida llevó a sus hijos al ballet y, antes incluso de que se alzara el telón, el pequeño Rudik, de siete años, quedó hipnotizado por las lámparas, los estucos, los murales clásicos y las cortinas de terciopelo. Las cabriolas de la prima ballerina del ballet de Bashkiria fueron para él una epifanía del cielo. Quería pasar su vida bailando en un escenario.
Aunque su padre trató de arruinar su vocación, Rudolf decidió no obedecer a un hombre cuyas maneras militares consideraba ridículas y que permitía que su familia pasara hambre. A los ocho años, una profesora le impartió sus primeras lecciones. La maestra consideraba a los tártaros sucios y salvajes y se propuso educar a su pupilo en etiqueta y cultura. También le dio la clave sobre la que construiría su éxito: a la manera de Anna Pavlova, cuya electrizante personalidad cegaba al auditorio y lo inhabilitaba para reparar en los errores técnicos, había que esmerarse en el arte de velar el arte. Cuando su estrella resplandecía en todo el mundo, dice Kavanagh, Nureyev declaró que aquellos años de aprendizaje en Ufa lo dañaron como bailarín, «deformaron mi cuerpo y mis formas, me hicieron más un atleta que un bailarín».
Personaje novelesco. Le hubiera gustado ser una figura proustiana, pero las pasiones que zarandeaban su alma lo señalaban como un personaje de Dostoievski. Era un joven insolente, un mesías salvaje que predicaba un arte nuevo. Sus colegas lo percibían como un alien, sólo interesado en los museos, los teatros, la Filarmónica y los libros de arte. Odiaba el rancho de la cantina porque era gratis y, a diferencia de los demás bailarines, se gastaba el dinero en comida. Todo el mundo sospechaba que era gay, pero conoció a una cubana que surgió como un arco iris en el cielo plomizo de Leningrado y el amor apareció en su vida por primera vez. Era discípula de Alicia Alonso y se llamaba Menia Martínez. Todos estaban intrigados con aquella exótica ave caribeña que amaba el espíritu cimarrón de Rudolf.
Aunque salía con Menia, no fue con ella con quien conoció los esplendores del sexo, sino con Xenia, una atractiva rubia báltica que dejaba caer su pelo sobre la cara a la manera de Rita Hayworth y que podría haber sido su madre. Era la mujer de su profesor, Alexander Ivanovich Pushkin. Cuando la jubilaron del Kirov, Xenia se sintió letárgica y amargada, pero al llegar Rudolf a su vida renació como una flor bajo la lluvia. Aquel ambiguo bárbaro de Tartaria se convirtió en su única razón para seguir viviendo. Cocinaba para él, orientaba sus lecturas, le compraba la ropa, lo llevaba al teatro y lo introducía en los círculos de sus amigos exquisitos. Cada comida en casa de los Pushkin era una lección de buenas maneras. Él tenía 2? años y ella 42 cuando le dijo que no resistía la curiosidad de conocerlo como amante. Para Rudolf fue su primera experiencia heterosexual. Meses después, la dejó embarazada, pero ella no quiso que el bebé viviera. Habría en el futuro otras mujeres que concibieron hijos nunca nacidos de Rudolf. Margot Fonteyn, por ejemplo. De hecho, tener un hijo varón fue su obsesión durante algunos años, era la manera de satisfacer su narcisismo. Tras su primer solo con una mujer, inició un pas de deux alternando a Xenia con Menia. Pero Xenia se ponía como una leona cuando veía a Rudolf de la mano de la cubana. Menia, que nunca imaginó que su amante fuera homosexual, ensoñaba casarse con él; pero, cuando se lo propuso, contestó: «Eso podría echar a perder mi biografía». Era la gloria y no el amor lo que perseguía Rudolf. Su número de fans empezó a crecer tras cada actuación. Era una locura, las chicas le tiraban bouquets de lilas, cosa que estaba prohibida, y llevaban anchas camisetas para pasar las flores camufladas bajo su ropa.
Su preferencia por los chicos no le impidió acumular una densa tarjeta de amantes femeninas, como la bailarina Ninel Kurgapkina, que confesó entre bromas que la primera vez prácticamente tuvo que violarlo. De ser cierto, no fue la única y acaso por ello Rudolf desarrolló una visión escindida de las mujeres como prostitutas o santas. «Asociaba el sexo con la vergüenza –escribe Kavanagh– y a las mujeres, con el lado tenebroso de su naturaleza: por eso empezó a buscar el placer en otros sitios».
Tendencia homosexual. En el partido comunista estaba fichado como asocial por su condición sexual. Su primera experiencia homosexual fue con un refinado bailarín llamado Kiselev. Lo invitó a su apartamento, compró un par de botellas de coñac armenio y cien gramos de caviar que sirvió en porcelana fina. Teja Kremke, un alemán oriental de ?7 años con un irresistible sex appeal, estudiaba en Leningrado, tenía piel pálida, labios carnosos e intensos ojos azules. Fue su primer amor estable y el primero que lo animó a salir de la URSS. «En Occidente te convertirías en el más grande bailarín del mundo», le dijo, y aquellas palabras resonaron como una profecía. «Si Nijinsky fue una leyenda –contestó Rudolf– yo seré la próxima». Teja y Rudolf se amaron durante años hasta que él se casó con una estudiante indonesia. Pero, durante los primeros años, Rudolf seguía viendo a Xenia, quien tenía una sexualidad predatoria y convenció a su marido, Pushkin, para incorporarse a sus juegos eróticos, que derivaron en una liaison à quatre cuando se les unió Teja. Aunque Xenia nunca dejó de amarlo porque para ella Rudik era un dios, se sintió atraída por Teja y Rudolf envidió la química sexual entre ellos. No le importaba porque los necesitaba para consumar su sueño de fuga, que llegó al paroxismo cuando conoció al bailarín danés Erik Bruhn: el gran amor de su vida y el más duradero.
En la recepción que en la primavera de 196? se ofreció en el backstage de la Ópera Garnier de París, tras la actuación del Kirov, los invitados estaban separados: los rusos a un lado; los franceses, al otro. Eran las normas del KGB, pero Rudolf, a pesar de la proscripción, salió con franceses, paseó por las calles de París y quedó extasiado por la belleza de la urbe y su aire de libertad. La ciudad le pareció una fiesta perpetua.
Recordó que Nijinsky y otros grandes troquelaron su gloria junto al Sena. Tenía 22 años y la crítica francesa lo había comparado con un gato por sus saltos inverosímiles. En la Ópera Garnier, Rudolf bailó La Bayadera y, con la poética belleza de un tigre, repitió su lento arabesco. Pero su marca de fábrica era el solo de El Corsario: su famosa diagonal de saltos vascos en el aire, creando ese momento milagroso de levitación que los jugadores de baloncesto llaman hang time y cayendo con la suavidad de una pluma, con las piernas cruzadas como un Buda. Resultaba muy masculino y, a la vez, tenía un inconfundible toque de feminidad. Eso le hacía parecer andrógino y exótico, como un felino encarnado en ser humano. En París no se había visto nada igual desde Nijinsky, pero de eso hacía 50 años.
Tras su intolerable conducta alternando con los franceses, el KGB decidió devolverlo a la URSS. Rudolf sabía lo que eso significaba, además se había enamorado de Clara Saint, la novia del hijo de André Malraux. El día que los agentes del KGB lo escoltaron hasta el aeropuerto de Le Bourget, Clara lo esperaba allí. Había alertado a la policía de las intenciones de Rudolf, pero sus escoltas no se separaban de él. Eran las ?0 de la mañana y no quedaba mucho tiempo para que lo embarcaran; ella se dirigió hacia el puesto de policía y explicó que había un problema con un bailarín ruso. Un comisario le instruyó: debía ser Rudolf quien se dirigiera a la policía, ellos no podían abordarlo. Tenía que lograr escabullirse, dar los pasos que lo separaban de la policía y decir «quiero asilo político». Cuando Clara logró hablar con él, le dijo que caminara despacio, sin gritos ni histeria, hacia los comisarios franceses y que les dijera: «Quiero permanecer en su país». Cuando Rudolf empezó a andar, los rusos lo agarraron violentamente, pero un policía les obligó a soltarlo. «Ne le touchez pas, nous sommes en France». Así pudo Nureyev dar los seis pasos más definitivos de su vida. La prensa mundial habló de Clara Saint como una heroína de la Guerra Fría.
Condenado por traidor. Aquel día nació de nuevo, pero a Rudolf le acechaba la paranoia. Su miedo estaba justificado, el KGB estaba empeñado en un programa de liquidación de traidores y sus laboratorios creaban un arma de gas venenoso que causaba una muerte sin diagnosticar. El ?3o Departamento había usado el spray para asesinar a dos líderes ucranianos exiliados. A Rudolf lo juzgaron en ausencia, le retiraron el pasaporte y lo condenaron a siete años de prisión por alta traición. Nureyev sería un apátrida hasta que, en ?986, Austria le concedió la ciudadanía. No pudo volver a Rusia hasta que Gorbachov le permitió visitar a su madre moribunda en ?989.
Su primera aparición en el Royal Ballet de Londres fue el 2? de febrero de ?962. Por primera vez, Margot Fonteyn y Nureyev actuaron juntos y la prima ballerina assoluta nunca quiso bailar con nadie más. No se separarían hasta 26 años después, cuando en ?988 interpretaron Baroque Pas de Trois. Fonteyn tenía 69 años y Nureyev, 50. Ella estaba casada con el embajador de Panamá en Londres, pero su marido, Roberto Tito Arias, que la había seducido con diamantes, visones y cenas en El Morocco, tuvo que compartirla con Rudolf. La bailarina rejuveneció con él. En el escenario y fuera de él se miraban con el rebrillo del deseo; ella era Giselle y él, el príncipe Albrecht; ella era la Ondina y él, su cisne. Sus pas de deux reflejaban dos almas sintiendo al unísono o, mejor, una sola repartida en dos cuerpos felinos. Los primeros años, Rudolf conoció el júbilo de la destreza de su pelvis; mientras, el macho panameño Tito Arias pensaba que su rival era demasiado femenino para ser una amenaza.
Pero Fonteyn tuvo que compartir a Rudolf con Erik Bruhn, que rompió su relación con la bailarina búlgara Sonia Arova para amar mejor a Rudolf, que, influido por las maneras apolíneas de Erik, suavizó los rasgos más barrocos de su estilo en busca de un clasicismo compatible con sus ideas. La de Erik y Rudolf fue una pasión profunda, la intimidad emocional coexistía con sus extraordinarios intercambios artísticos. Erik era Apolo; Rudolf, Dionisos. El uno se alimentaba del otro y ambos de Anna Pavlova e Isadora Duncan.
La Rudimanía asolaba el mundo de la danza, mientras Nureyev descubría el lujo de la Costa Azul, la dulzura acre de las noches en el Studio 54 y las amistades exquisitas de Freddie Mercury, Jacqueline Onassis, los Radziwill, Mick Jagger, Andy Warhol o Talitha Pol, aquella pionera del pijohippismo global. El narcisismo del ambiente exacerbó su temple, tan arrogante, atrabiliario y caprichoso que los responsables del Covent Garden declararon al Time: «Mejor cien Callas que un Nureyev».
En un empeño de paliar su melancolía por la Rusia perdida, se dio a la promiscuidad en furtivos encuentros de una noche, en las bathhouses de Nueva York o en Le Gigolo, uno de los primeros clubs gay de Londres, donde coincidía con un Francis Bacon borracho y travestido. Pero no era el amor, sino el placer, lo que buscaba; el amor le daba miedo porque podría atarlo a compromisos que lo apartaran de su único amor: el arte. Aquel tártaro semibárbaro era el heraldo del nuevo ballet, pero también un icono de una nueva sexualidad: masculino por el poder de sus labios, femenino por la delicadeza de sus brazos. Totalmente profano y absolutamente sagrado, su ambigüedad resultaba excitante para ambos sexos. Julie Kavanagh asegura que rechazó una proposición indecente de Marlene Dietrich alegando que «las mujeres son estúpidas, pero más fuertes que los galeotes, sólo quieren beberte la sangre, dejarte seco y ver cómo te mueres de debilidad».
El abrazo de la soledad. Le gustaba el dinero. Lo necesitaba para indemnizarse de la insolvencia de su infancia famélica. Cuando murió, a los 54 años, tenía casas en media docena de países y una isla en el Adriático, había aprendido a invertir en paraísos off shore y cultivaba la amistad de los Rothschild y otros banqueros. Su madre aún le mandaba cartas preguntando si necesitaba comida. Pero, por debajo de la espuma glamourosa del lujo y del placer, lo que Rudolf era por dentro lo supo ver Tennessee Williams, que le consideraba alguien condenado a la más profunda soledad, como él mismo. El dramaturgo dijo que nunca se curaría de la nostalgia de Rusia. Muchas fueron las noches que lo sorprendieron despierto bebiendo, solo, dos botellas de Stolichnaya y dejándose abrazar por la melancolía depredadora que abismó a los personajes de Dostoievski.
En 198?, los médicos de California y Nueva York alertaron sobre el crecimiento de casos de una rara infección neumónica, al mismo tiempo que un relativamente benigno cáncer de piel, el sarcoma de Kaposi, común entre los viejos, estaba afectando a los jóvenes. La plaga se ensañaba con los homosexuales. Rudolf estaba infectado de sida, pero no cambió sus hábitos. Cuando su cuerpo se convirtió en esqueleto y las piernas no soportaban su levedad, se consolaba con Bach. Su más seguro amor, Erik Bruhn, murió de sida en 1986. Nureyev llevaba muchos años danzando con el diablo, descendiendo a su guarida. Y el diablo se lo llevó en 1993. No fue en un pas de bourrée, ni en una pirueta con arabescos en el aire. Fue el largo y patético desvanecimiento de una leyenda del siglo XX, el único rival de Nijinsky.
- La biografía «Rudolf Nureyev. The life» (Penguin Books), de Julie Kavanagh, no está publicada en español.