- ¿Vivimos en una sociedad homosexual?
- El Manifiesto, 2008-08-18 # Antonio Martínez
El viraje es de los que hacen época: hasta no hace mucho, Occidente sentía horror ante la homosexualidad como vicio nefando, reflejando la condena bíblica contra la perversión de Sodoma y Gomorra. Sin embargo, desde la década de 1970, la sociedad occidental posmoderna siente una creciente fascinación por el universo homosexual. ¿Qué es lo que ha pasado? ¿Cómo ha sido posible, en un brevísimo lapso de tiempo, una metamorfosis tan radical?
La explicación se encuentra en el plano de los valores y los principios. Durante siglos, la homosexualidad se consideró como un hecho extraño a la estructura objetiva de la realidad. El mundo se ajustaba a unas ciertas leyes metafísicas, antropológicas y morales. Y tales leyes componían el orden del universo, el dharma eterno de los hindúes, la ley natural de los medievales. Ahora bien: al menos desde Kant, la filosofía del Occidente moderno ha tendido históricamente a afirmar cada vez más la subjetividad del individuo y a negar la existencia de esas supuestas “leyes objetivas” de lo real. Esta es la raíz filosófica del individualismo moderno. Y la preferencia moderna por lo homosexual sería una consecuencia particular de la opción filosófica a favor del reinado del individuo: el sujeto occidental moderno, en nombre de la diosa Libertad, pasa a prevalecer sobre las leyes ontológicas que hasta entonces lo limitaban. Y una de ellas era la ley de la heterosexualidad.
Los tres mitos modernos de la homosexualidad
Pero aún hay más. La homosexualidad ha pasado de la vergüenza al general aplauso, ante todo, porque se ha convertido en un mito en al menos tres sentidos dentro de la cultura contemporánea.
En primer lugar, el homosexual es el gay, es decir, el individuo que ha recuperado el sentimiento de la vida como juego, diversión, carnaval, máscara, transgresión, fiesta, colorido y glorificación de lo sensorial. El heterosexual obedece el freudiano principio de realidad, contrae nupcias, se aparea, crea una familia y mantiene la estructura de la sociedad. El heterosexual es el hombre del deber, de la responsabilidad y, al final, del aburrimiento. En cambio, el homosexual conserva la envidiable independencia del adolescente y cultiva el sentido lúdico del sexo y de la vida. La Love Parade berlinesa y el desfile del Día del Orgullo Gay serían hoy los símbolos más difundidos de este sentimiento lúdico y desinhibido de la existencia.
En segundo lugar, la cultura occidental del siglo XX ha identificado “homosexualidad” y “aristocracia espiritual”. El heterosexual es el hombre material, “simple”, atado a la tradición y a las convenciones sociales; y, desde luego, es menos interesante que el homosexual. El sujeto homosexual representa el “hombre complejo”: el filósofo, el escritor, el artista, el metafísico, el melancólico, el solitario, el romántico, el rebelde, el heterodoxo, el genio. Aquel que ya no vive en el orden habitual del mundo, sino en los laberintos infinitos de su propia psique. Por esta razón se ha mitificado en el siglo XX a Leonardo da Vinci como “genio homosexual”. Rimbaud, Proust, Foucault constituyen otros tres símbolos de la moderna mitología homosexual. La atracción homosexual del profesor Aschenbach hacia Tadzio, el efebo perfecto, en La muerte en Venecia, de Thomas Mann, expresa una profunda tendencia anímica del hombre occidental moderno en su etapa de decadencia –recordemos a Spengler, aún aprovechable-, del mismo modo que la bisexualidad del Demian de Hermann Hesse manifiesta la obsesión moderna por superar todos los antiguos tabúes antropológicos en pos de la suprema coincidentia oppositorum: ir más allá del bien y del mal, de lo masculino y lo femenino, de lo bello y lo feo, de lo verdadero y lo falso. En este mismo orden de ideas, y viniendo a la actualidad, el erudito Teabing, alto dirigente del Priorato de Sión en El Código da Vinci, constituye también, en su gélido aislamiento, una figura claramente homosexual.
Finalmente, la homosexualidad simboliza –lo apuntábamos más arriba- el individualismo moderno. El homosexual es el habitante del loft urbano, el individuo que se reabsorbe en sí mismo, el que medita adoptando la postura del loto. En este sentido, la homosexualidad sería una manifestación particular del individualismo y el narcisismo contemporáneos. Por supuesto, ni todos los propietarios de lofts ni todos los adeptos a la meditación zen son homosexuales. Pero, metafísicamente, sintonizan con una cierta atmósfera homosexual. Lo mismo puede decirse, entre nosotros, de Babelia, el suplemento literario de El País, cuyo carácter homosexual resulta evidente, al igual que el de la cultura posmoderna en general.
Una revolución pendiente: de la cultura homosexual a la “cultura de la vida”.
Conclusión que extraemos de todo lo anterior: que la sociedad posmoderna, aunque sea mayoritariamente heterosexual (el mitológico 10% de homosexuales difundido desde Kinsey nunca ha existido: el porcentaje real oscila entre el 1% y el 2%), está ampliamente invadida por el ambiente homosexual dominante hoy en el mundo de la cultura y en los medios de comunicación. El individuo homosexual la fascina por las razones que ya hemos explicado: no es simplemente “la persona que siente atracción por el sexo propio”, sino mucho más que eso. Se ha convertido en todo un mito: el homosexual es el hombre libre, el rebelde, el heterodoxo, el que se ha desvinculado del peso de la tradición y accede, así, a la esfera ingrávida y transparente del ángel demoníaco. En este sentido, el gnóstico y el cátaro, hoy tan apreciados, serían también arquetipos claramente afines a la metafísica de la homosexualidad.
Una homosexualidad que, dentro de la cultura occidental, se acentúa como seña de identidad contemporánea a partir de de Mayo del 68: desde ese momento crítico, el espíritu de Andy Warhol se convierte en signo de los tiempos y comienza el reinado absoluto de la subjetividad. Mientras la burguesía europea iba al cine a contemplar los dúos y tríos lésbicos de Silvia Krystel en Emmanuelle, la izquierda posmoderna se convirtió por completo a la mística de la homosexualidad, hoy ampliamente asumida en el mundo de la cultura popular y universitaria. Y, en la medida en que tal cultura impregna hoy la sociedad occidental, podemos hablar legítimamente de que vivimos en una “sociedad homosexual”. Gianni Vattimo –homosexual, como se sabe-, los hermanos Chapman –enfants terribles del arte británico- o la MTV serían algunas manifestaciones concretas, entre muchas otras, de esta atmósfera.
Y, a partir de ahora, ¿qué? ¿Tal vez nos espera un futuro “cada vez más homosexual”, es decir, cada vez más individualista y narcisista? Dentro de veinte años, ¿serán minoría los países del mundo que no reconozcan los matrimonios gays? ¿Será obligatorio estudiar en las escuelas a Barthes y Derrida, y leer los artículos de Vicente Verdú? ¿Empezará a considerarse como una anomalía moral y psicológica la orientación exclusivamente heterosexual? ¿Veremos imanes gays en las mezquitas de ese “Islam europeo y laico” que propugna El País? O, en todo caso, y prescindiendo de las anteriores ironías, ¿la vanguardia cultural de Occidente seguirá siendo entonces, como parece ser todavía hoy, abiertamente homosexual? ¿Se acentuará, en fin, aún más el tópico que identifica la heterosexualidad con el pasado, y la homosexualidad, con el futuro, con lo moderno y con la libertad?
No necesariamente. El tópico y el engaño no pueden reinar indefinidamente. La ficción resulta ya manifiesta: la subjetividad homosexual, lejos de ser “más sensible” y “más interesante”, termina en un callejón sin salida. La cultura homosexual contemporánea vive mirándose a sí misma en el espejo de su psique solipsista y termina haciéndose incapaz de cualquier auténtica creación, de cualquier auténtica relación luminosa con el mundo: he ahí los ejemplos del arte contemporáneo, del cine europeo, de la literatura posmoderna. La subjetividad homosexual se pierde en un laberinto sin centro y sin luz.
La cultura del futuro sólo tiene una oportunidad para salir de su actual marasmo: redescubrir el universo del “afuera”, la maravillosa objetividad del mundo y del ser. El hechizo narcisista que engendra el pathos homosexual ya ha durado demasiado tiempo. No soportamos ya más elegías alejandrinas ni languideces crepusculares. Necesitamos vida, luz, verdad, misterio. La objetividad de las cosas es la única fuente que enriquece realmente nuestra subjetividad. La sustitución del paradigma homosexual se ha convertido hoy en una inaplazable urgencia histórica. Una nuevo tipo de cultura clama por eclosionar. El día en que esto suceda, la homosexualidad seguirá existiendo como paradójico fenómeno humano -¡hay tantos!-. Pero ya no viviremos dentro de una cultura enclaustrada en sí misma, es decir, dentro de una cultura espiritualmente homosexual.