- Creacionismo
- XLSemanal, 2008-09-28 # Juan Manuel de Prada
Seguramente existan necios que sostengan que el mundo fue creado en seis días de reloj por un taumaturgo de abracadabra, como sin duda existirán necios que cuando se tropiezan con un mosquito del vinagre se enternezcan, pensando que se hallan ante un pariente lejano. Pero la prensa que exalta las teorías darwinistas sin conocerlas, o conociéndolas tan sólo de forma brumosa, a la vez que hace escarnio de unos creacionistas bufos, esquiva el asunto primordial, precisamente para evitar que la pobre gente abducida emplee su juicio. Y el asunto primordial no es otro sino aceptar que la creación es fruto de un azar complejo o asumir que obedece a un designio divino. El propio Darwin nunca negó la intervención divina en su obra canónica, El origen de las especies; pero, misteriosamente, la prensa que lo jalea –que, por supuesto, no se ha tomado la molestia de leerlo– suele esgrimirlo como autoridad irrefutable para negar tal intervención, condenando a quienes la afirman al gueto de los indoctos y los oscurantistas. Pero lo cierto es que tal intervención, por mucho que avance la ciencia, nunca podrá ser probada ni refutada categóricamente; en cambio, el sentido común sí puede ayudarnos a comprender que ciertos misterios que rodean el origen del hombre no pueden ser explicados mediante meras teorías evolutivas.
En su deslumbrante libro El hombre eterno, Chesterton nos invita a penetrar en las cavernas que habitaron nuestros antepasados. ¿Y qué descubrimos en las paredes de dichas cavernas? Descubrimos que nuestros antepasados, que el imaginario popular ha caracterizado como rudos y primitivos, pintaban; descubrimos que poseían una sensibilidad inalcanzable para cualquier animal; descubrimos que estaban poseídos por la gracia del arte, una gracia que no bendice a ningún animal, ni siquiera en sus expresiones más balbucientes o rudimentarias. Y es que el hombre es el único ser de la creación que puede ser criatura y creador a un mismo tiempo; y este rasgo personalísimo, esta singularidad misteriosa, establece una barrera insalvable entre hombres y animales, una ruptura en el continuum de la evolución que ningún avance de la ciencia podrá explicar jamás. Las pinturas rupestres no fueron comenzadas por monos y terminadas por hombres; los monos no pintan mejor a medida que evolucionan: simplemente, no pintarán jamás. Ese rasgo exclusivo de la personalidad humana plantea un desafío a nuestra inteligencia que la prensa occidental se niega a afrontar. El creacionista no es ese friqui fanático que se aferra a la literalidad del primer capítulo del Génesis; es, pura y simplemente, la persona que se niega a comulgar con las ruedas de molino del pienso ideológico con el que nos pretenden abducir y se pregunta: «¿Qué ocurrió en las cavernas para que un ser rudo y primitivo se pusiera a pintar?».
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