- Peligrosidad social (o la fusión de los opuestos)
- El Diario Vasco, 2008-10-31 # Jesús Estomba Olasagasti · Coordinador del Servicio de Información y Asistencia de Gehitu
Corrían los años treinta, y también los cincuenta, o los setenta. En realidad es lo mismo, para el tema que nos ocupa, es lo mismo. pero no deja de ser un mal comienzo. En aras de una mayor comprensión, quizá sea conveniente volver a comenzar:
Corría el año 1970, seis de agosto de 1970 para ser exacto, cuando el B.O.E. nº 187 recogía el nacimiento de una nueva ley oficialmente conocida como: «Ley de Peligrosidad y Rehabilitación social». No se trataba de una nueva ley en el sentido estricto del término sino que era la resultante del reciclado de otra muchísimo más antigua: la «Ley de vagos y maleantes» de 1933, o La Gandula, como popularmente fue conocida.
De acuerdo a los preceptos de esta última, quedaban definidos como potencialmente peligrosos y, en consecuencia, debían ser objeto de control, represión y sanción un gran número de colectivos en los que se creía ver una seria amenaza para el orden establecido. Prostitutas, mendigos, proxenetas, indigentes y rufianes sin oficio (entre otros) quedaron así estigmatizados pasando a convertirse en chivo expiatorio del régimen en cuestión. No se trataba, por tanto, de una ley que contemplaba hechos delictivos sino su posibilidad, posibilidad que cobraba cuerpo de determinadas características personales, en determinados modos de vida.
Este marco legal fue adoptado por el régimen franquista que veinte años después, en 1954, realizará la pertinente modificación para añadir al mismo un colectivo que hasta ese momento no parecía ser considerado como potencialmente peligroso. Nos estamos refiriendo, evidentemente, al colectivo homosexual y transexual que en dicha fecha pasa a engrosar el listado de «indeseables» y lo hace en los términos que a continuación se detallan:
Artículo sexto. (Número segundo). A los homosexuales, rufianes y proxenetas, a los mendigos profesionales y a los que vivan de la mendicidad ajena, exploten menores de edad, enfermos o lisiados, se les aplicarán para que las cumplan todas sucesivamente, las medidas siguientes:
a) Internado en un establecimiento de trabajo o Colonia Agrícola. Los homosexuales sometidos a esta medida de seguridad deberán ser internados en Instituciones especiales y, en todo caso, con absoluta separación de los demás.
b) Prohibición de residir en determinado lugar o territorio y obligación de declarar su domicilio.
c) Sumisión a la vigilancia de los Delegados.
Como decíamos al inicio, la controvertida Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social de 1970 no es otra cosa que un reciclado de ésta, su predecesora, reciclado al que se incorporan pretendidos tintes de aperturismo bajo términos grandilocuentes como «rehabilitación» o «reinserción». Lo cierto es que bajo ellos se escondían realidades mucho más tangibles: penas de prisión que podían oscilar entre los tres meses y los cinco años, destierros o lacerantes sesiones de electroshock.
Pues bien, hasta aquí breves pinceladas históricas que nos ubican en el contexto. Pero quizá no sea esa la pretensión última de este artículo, no, que amplia documentación existe al respecto. Quizá la intención sea otra.
A nadie se le escapan, como tampoco sucedía entonces, los principios subyacentes a la situación: poderosas armas represivas, despiadados instrumentos de control al servicio de un orden social regido por los acartonados principios de la época. Cruenta partida de cartas marcadas; juego sucio de excluidos, castigo y destrucción. Juego, en cualquier caso, evidente, juego de rostros definidos que en su propia evidencia brindaba importante baza de salvación.
Es imposible negar, o tratar minimizar, los devastadores efectos de los hechos relatados. Devastadores, evidentemente, para todos aquellos y aquellas que sufrieron en primera persona un desgarro vital del que, probablemente, nunca puedan reponerse. Para todas aquellas personas que aún hoy tratan de conseguir un resarcimiento que parece no querer llegar y a las que desde estas líneas brindamos nuestro más sincero apoyo. Pero devastadores, además, para el conjunto de la sociedad, para todos y cada uno de nosotros que hemos de agotar esfuerzos en recomponer el desaguisado, en reparar lo que pretendió ser un equilibrio a todas luces equivocado.
Esta es ahora la partida, no nos equivoquemos, y ello define estrategia. Y aquí no valen perspectivas polarizadas, ni distorsiones, ni discursos contaminados. No vale, ante todo, generar opuestos porque sucede que con frecuencia los opuestos confluyen, se enmarañan y, como si de dinámicas circulares se tratara, perpetúan aquello que tratan de evitar. Sucede que con frecuencia los opuestos se difuminan en continuos, y ello es peligroso. Lo es porque, cuando lo que antaño era evidente deja de serlo, puede uno acabar confuso y desorientado desperdiciando bazas, o peor aún, jugando contra sí mismo en la penumbra del salón.
Y es éste un error que no debemos cometer. No, porque nos lo debemos a nosotros mismos y se lo debemos a los que vendrán. No podemos contaminarnos y perder la perspectiva, ni sembrar discordia, ni alentar el desencuentro, ni generar confrontación. Hay mucha partida por delante y tenemos obligación de jugarla bien. No podemos arremeter desorientados contra el espejo porque, evidentemente, eso no ayuda. Ni contra el espejo ni contra nada, que no son esas las reglas.
Y si así sucediera, si en mitad de la jugada uno se descubriera en alocado y destructivo solitario, debiera entonces pararse, estar alerta y reflexionar. Debiera hacerlo porque es del desencuentro con uno mismo de donde surge el mayor de los desamparos. Debiera, efectivamente, hacerlo ante la siniestra posibilidad de que, entre dinámicas polarizadas y extremistas, se pudiera estar consolidando la fusión de los opuestos.
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