2008/04/05

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  • Pasos de baile
  • Los diarios de Carlos Morla, a quien Lorca dedica Poeta en Nueva York, revelan la profunda relación entre ambos y son un testimonio excepcional de la Guerra Civil.
  • El País, 2008-04-05 # Andrés Trapiello

Acaba de publicarse completo un libro excepcional; y aparece, también del mismo autor, continuación de aquél, otro aún más extraordinario y apasionante, enteramente inédito. Los dos son libros extensos, lo cual les beneficia. El primero se publicó expurgado por primera vez en 1958 con el título de En España con Federico García Lorca; el segundo lleva el de Madrid sufre (Diarios de guerra en el Madrid republicano). Recoge aquél su relación con mucha gente, pero sobre todo con el poeta García Lorca, del que el autor llegó a ser amigo íntimo. En cuanto a Madrid sufre, avancemos que se trata, en mi modesta opinión, de uno de los libros más subyugantes referidos a la Guerra Civil española y, desde luego, un documento único que habrá de convertirse a partir de ahora en imprescindible para conocer la vida, las intrigas, calamidades y miserias políticas, militares y diplomáticas de la guerra en Madrid. Ambos libros tienen la forma de un diario, pero no es en absoluto exagerado asegurar que se leen, sobre todo el segundo, como la mejor novela que se haya uno tropezado de ese momento y de esta ciudad. Estos dos libros, el ya publicado y el inédito, los escribió el chileno Carlos Morla Lynch.


Morla, músico de vocación, había nacido en París en 1885 y era diplomático de carrera. Cuando en 1928 le llegó la orden de trasladarse desde la embajada de París como consejero a la de Madrid, tenía cuarenta y tres años y atravesaba por un momento especialmente dramático: después de haber perdido una hija hacía nueve años en condiciones dramáticas, perdía otra no menos dramáticamente. Será difícil saber si fue la muerte de esas hijas la que rompió su matrimonio con Bebé Vicuña o si, por el contrario, ese quebranto venía de atrás. En todo caso, Morla y Bebé nunca volvieron a compartir dormitorio aunque jamás dejaron de vivir bien avenidos bajo el mismo techo. Cabe sospechar también que en el distanciamiento de la pareja influyera el entusiasmo manifiesto que despertaba en Morla la camaradería viril con cuantos jóvenes limpiabotas, barmans y maletillas salían a su encuentro por la Plaza Mayor y la Puerta del Sol y, sin duda, su repertoriado visiteo a tascas, bares y coctelerías. En cualquier caso, la afición a los guapos garzones le franqueó las puertas del muy clandestino club del que eran socios Lorca, Cernuda y otros artistas del 27.


Morla era consciente de que su carrera diplomática le había puesto al lado de gentes singulares y en ambientes interesantes, exclusivos, pintorescos. Supo también que tenía un puesto de privilegio: en realidad, la diplomacia, en tiempos de paz, suele acabar en cotilleo de altura, con sus claves, sus mensajes cifrados y sus cortesanas comedias de juguete, discretas o sobreactuadas. Lo que Morla no podía sospechar es que en su vida se iba a cruzar la España de la República y de la guerra, la gran tragedia.


En París, ciudad por antonomasia de los minués, Morla y Bebé habían tenido ya durante ocho años uno de esos refinados salones tan corrientes allí. Adoraban esa ciudad. Fueron amigos de Cocteau, de Milhaud y de otros componentes del Grupo de los Seis, participaban en la vida artística, asistían a los estrenos de Falla, de Stravinski, de los ballets rusos, iban a los vernissages de Picasso y de Foujita, y su traslado les disgustó profundamente. Sin embargo, la llegada al poblachón manchego cambió sus vidas. Al poco tiempo de estar aquí cayó en manos de Morla un ejemplar del Romancero gitano, y fascinado por esa poesía le entraron unos vehementes deseos, irrefrenables, de conocer a Lorca. Morla era impulsivo. Era también sentimental, extrovertido y frívolo, sensible y culto, alguien a quien no le avergonzaba llorar en público o hacerse perdonar con unas flores, con unos chocolates o unos cigarrillos. Desde el primer momento Lorca y él congeniaron. Tanto, que Lorca les dedicaría a los Morla algunos de sus poemas y, poco después, Poeta en Nueva York. No sabemos exactamente la razón por la que hombres tan disparejos intimaron hasta ese punto. ¿El amor a los bellos, como Sócrates? Puede ser. El diario de Morla no lo aclara, porque no es un diario íntimo. No habla nunca de su intimidad más que dando rodeos. Pasean Lorca y él un día por los jardines de la Magdalena, en Santander, y Morla escribe: "Confidencias. Qué a gusto me siento con él, unidos ambos en 'la verdad' del paisaje (...), confiándonos 'la verdad' de lo que sentimos, 'la verdad' de lo que pensamos...". Pero lo cierto es que de esa "verdad" no cuenta nada. Nos ha dejado constancia, desde luego, de la admiración absoluta, a veces un tanto ingenua, que siente por alguien a quien considera un genio, tan seductor como insondable. Y Lorca, ¿qué vio en Morla? Un hombre bueno y discreto con las "verdades" y alguien que ponía a su disposición un salón donde poder brillar: "Federico", nos dirá Morla, "es en general actor y raras veces público". En muy poco tiempo, y animado por Lorca, el salón de los Morla y sus "tés intelectuales" se hacen célebres. Por ellos, y por sus diarios, desfilan Salinas, Guillén, Alberti, Neruda, Azaña, D'Ors, María de Maeztu, Fernando de los Ríos, Victoria Ocampo, Ortega, Huidobro, Neruda, Martínez Nadal, Gabriela Mistral, Rubinstein, Cernuda, Montes, Mourlane y cien más... Y aunque los diplomáticos tengan un poco alma de entomólogos y acaben clavando a "sus" celebridades en su carnet de baile como si fueran exóticas mariposas, Morla se esfuerza por descubrir en cada uno de esos amigos, conocidos o saludados su "verdad", lanzándose al ruedo ibérico, tan noble como esperpéntico. Y si Lorca y sus amigos van a su casa un día sí y otro también, ellos, en justa correspondencia, le circularán por camerinos, zambras y burladeros y, en algunos casos, alcobas, como Cernuda, quien le hará celestino de unos celos rabiosos. La vida social ha sido siempre, como se sabe, una simbiosis sofisticada: do ut des. Y Morla cumple: "El mundo está bien hecho", podemos pensar leyendo ese primer diario suyo de un ambiente como el lorquista, con frecuencia un poco pitirifláutico y pueril. Si por fuera la República se deshace en desórdenes, asesinatos y luchas políticas, en casa de los Morla las guitarras suenan a violines y hasta los intelectuales, mundanos, bohemios y de izquierda, aman el esmoquin y la etiqueta. Es divertido asistir hoy a la vida jaranera de personajes que se han hecho tan célebres, y oír a Lorca declararse "del partido de los pobres" mientras flirtea cada noche con la misma encopetada y reaccionaria aristocracia que combatiría con saña dos o tres años después todo lo que él había representado.


Pasados los años, Morla publicó En España con Federico García Lorca, que sorteó la censura franquista sin problemas, quizá porque lo presentaba despojado de algunos fragmentos ahora restituidos (aunque, incomprensiblemente, no todos). De Madrid sufre, su continuación, se han suprimido también por desgracia otros pasajes, no sabemos cuáles, ni las razones, pero incluso esto no nos impide afirmar que, tal como se nos da a conocer ahora este diario, jamás habría podido publicarse entonces. Lo habrían impedido en primer lugar muchos de los influyentes personajes que salen en él, y desde luego el Régimen no lo habría tolerado. Claro que de haber triunfado el Frente Popular, tampoco.


De pocos libros se podrá decir que sea como éste un espejo paseado a lo largo del camino. Una revolución es siempre un gran argumento, y Morla lo repetirá a menudo: no acaba de creerse que todo esté sucediendo "para" él, para que él lo cuente. Creeríamos incluso que lo vive desde fuera: "El ambiente es el de la revolución rusa cuando se refleja en el cine", observará como un futurista. Es además un privilegiado, a salvo de unos y de otros y con plena libertad de movimiento. Mientras los demás luchan por conservar sus vidas, atacando o defendiendo, Morla entra, sale, mira, habla, parlamenta, y lo anota todo en un cuaderno que guarda bajo llave: de caer en manos indiscretas le pondría en el mayor aprieto con todo el mundo, con sus colegas diplomáticos en primer lugar, y desde luego con "los blancos" y con "los rojos".


Al estallar la guerra las embajadas de Madrid empiezan a recibir a gentes que, copadas en la ciudad, tratan de ponerse a salvo. La de Chile, la principal en esa labor, llega a acoger a dos mil asilados de los ocho mil quinientos repartidos entre las treinta legaciones restantes, una avalancha humana despavorida por los "paseos" y las cárceles. Imaginemos sólo aspectos prácticos: víveres, higiene, convivencia en aquel pandemonio... Después de la corte y sus fastos, la checa y sus miserias. La desdicha, lo decía Tolstói, es, literariamente hablando, mucho más fotogénica que la felicidad. El parecido con la novela de Foxá, sin embargo, no va más allá de ese título, superándola en mucho. Para empezar, Morla es un liberal de izquierdas, alguien que aspira a la neutralidad y a la ecuanimidad. Su profesión de diplomático es intentar ser ambas cosas; su finura moral le ayuda a ser compasivo y su decencia a ponerse siempre del lado del más débil.


Entró entonces su vida en una vorágine, como la de todas las personas de aquel drama. Pronto el viejo palacio de la calle del Prado donde se encontraba la embajada se angostó lo indecible. El propio Morla llega a asilar en su domicilio a cincuenta y tres personas. Cada uno de estos seres arrastra una tragedia de dimensiones homéricas, y todos sienten la necesidad de contarla. Hay entre ellos, naturalmente, aristócratas de tronío (alguno de los retratos que hace Morla, el de la duquesa de Peñaranda, por ejemplo, gitana y sinvergüenza, son magistrales), generales conocidos, políticos, prófugos, mujeres, ancianos, jóvenes, curas, monjas y escritores como Ros, Alfaro o un Sánchez Mazas tremulento a quien el miedo no impidió, en todo caso, escribir en la embajada su mejor novela, Rosa Krüger... Morla escucha, anota y sobre todo trabaja de forma incansable, 16 horas diarias, para salvar esas vidas, sorteando balas y delaciones. La versallesca misión del diplomático se declara ahora, no obstante, muy seria y crucial. No toma en consideración las ideas de aquellos que le piden socorro, contrarias casi siempre a las suyas. Desprecia incluso sus comportamientos mezquinos y egoístas, al comprobar su ingratitud o su doblez. Todo lo que sucede, además, sucede al mismo tiempo: los crímenes, los combates en el frente de la ciudad sitiada, las iniquidades, el miedo, la alegría y la esperanza en la victoria, la exaltación, la cobardía, las intrigas diplomáticas, los espías... Por otro lado, y en medio del paroxismo, los asilados acaban viviendo en sus tediosos y aterrados encierros un simulacro de normalidad, con su bacará y sus bailes, las fugas y la angustia... Diríamos que con ese argumento el diario se va escribiendo solo, como una prodigiosa y envolvente sinfonía. Ni siquiera necesita ser especialmente brillante ni tener un gran estilo.


Consciente de la magnitud de la epopeya, Morla trata de buscar un justo medio, no siempre fácil. Ante unos cadáveres vistos en la calle dirá, asombrándose de sí mismo: "Más atroz pensado que visto. Uno se acostumbra a todo". Pero no, tampoco Morla se acostumbró a todo, porque cada día le trae sorpresas colosales, políticas, diplomáticas, bélicas, personales incluso (por entonces conoció a Ojazos, otro de sus compañeros de errabundaje por el tipismo madrileño). A lo largo de setecientas páginas, que no se pueden dejar de leer, nos desmenuzará tan pintorescas como significativas y valiosas informaciones que no aparecen en ninguna parte. No, desde luego en los libros de historia (ni en el básico Asilos y canjes durante la Guerra Civil, de Javier Rubio, ni el bilioso, valioso e inaceptable Diplomático en el Madrid rojo, de Schlayer, ni en los Informes diplomáticos del propio Morla ni en el tremebundo Checas de Madrid de Borrás, ni mucho menos en las tediosas memorias del efímero embajador de Chile, un sujeto infatuado que huyó de la embajada a los ocho meses dejándole a Morla al frente y a quien Franco premió su servilismo con una calle) ni en las novelas de otros literatos (no desde luego en el almibarado Meses de esperanza y lentejas, de Samuel Ros, ni en la sesgada de Fernández Flórez, Una isla en el Mar Rojo). La melodía principal de esta danza de la muerte escrita por Morla no puede ser otra que la vida de los asilados, las gestiones diplomáticas y el miedo en todo momento a ser asaltados por cenetistas de Castilla Libre o agentes del temible SIM o forajidos incontrolados. ¿Y el bajo continuo? Sus borneos en un Madrid hambriento y masacrado por la aviación fascista tanto como por los "paseos", las sediciones y el terror; los teatros, cines y corridas de toros que ni la guerra ha interrumpido; sus parrafadas con chicos guapos y desconocidos tropezados en las tabernas; las visitas a Pastora Imperio; los refugios, los espías, las chinches; otra vez el hambre ("desde que hay revolución y que se come poco, advierto que la gente está más gorda"); las zancadillas de los colegas; sus despachos con Álvarez del Vayo, Miaja o Besteiro (de quien Morla se mostrará entusiasta partidario hasta el final); la preocupación acuciante para buscar víveres tanto como, a veces, algunos precarios festines; la visión fugaz de un Neruda, cónsul de Chile, que sale huyendo de Madrid, muerto de miedo, o la visita a unos Alberti a quienes busca en su casa de Velázquez 57 para ofrecerles asilo en marzo de 1939 ("¡qué van a querer que termine la guerra! Alberti vive ahora en una casa preciosa, moderna, elegante, con una terraza magnífica (...) Hay quienes no tenían nada, y ahora tienen casas, coches, medios. Con la victoria de Franco lo pierden todo"). Sin duda no le perdonaba que hubiera escrito hacía poco "un verso asqueroso refiriéndose al enemigo. Dice así: hijos de hombre con hombre"... Y, pese a todo, quiere ampararlos...


La victoria de Franco vació la embajada de Chile de unos asilados... para llenarla de otros. Pudo Morla entonces acoger o preparar la acogida de diecisiete republicanos (algunos, como Miguel Hernández, rechazaron el asilo). La historia se repetía, al revés. Contradanza. Rigodón. La embajada los defendió de la ferocidad falangista, durante año y medio, como había defendido a los falangistas de los frentepopulistas. ¿Qué consiguió con ello Morla? Desde luego no una calle...


Sumados los dos libros nos dan más de mil quinientas páginas y once años, acaso los más traumáticos en la vida española desde la expulsión de los moriscos. El propio Morla, que ha sobrellevado esa epopeya con Bebé (personaje tan fundamental en esta segunda parte como insignificante fue en la primera), no acaba de creerse que todo "eso" les haya sucedido a ellos, y que hayan sobrevivido. "Ya lo creo que se podría escribir un libro único", suspirará. Probablemente no sabía que ya lo estaba escribiendo él, un libro al que será difícil que supere ni el sesudo cronicón histórico ni la a menudo alocada novelería. Con una realidad como la que Morla ha rescatado de "los hunos y los hotros", probablemente saldría sobrando cualquier otra novela, porque la suya ha sido escrita ya... y sin un átomo de ficción.

  • Carlos Morla Lynch. En España con Federico García Lorca (Páginas de un diario íntimo, 1928-1936). Prólogo de Sergio Macías Brevis. Renacimiento. Sevilla, 2008. 650 páginas. 33 euros. Madrid sufre (Diarios de guerra en el Madrid republicano). Renacimiento. Sevilla, 2008. 840 páginas. 35 euros. Se publicará en mayo.

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