- Tierno Galván, el Crucifijo y la Constitución
- El Diario Vasco, 2008-11-12 # Alfredo Tamayo Ayestarán
El 19 de abril de 1979 en aquellos años benditos de la Transición era elegido alcalde de la villa de Madrid el profesor don Enrique Tierno Galván. Había ganado la votación frente a su feroz contrincante José Luis Álvarez del Manzano. Pero toda la asamblea de concejales puesta en pie aplaudió al victorioso concejal. A continuación el «viejo profesor» en vez de jurar, prometió, no sin antes haber reclamado dos cosas: un ejemplar de la nueva Constitución y, con admiración de muchos, el Crucifijo. No faltó quien le pidiera explicaciones y Tierno se las dio. «En efecto, tiene usted razón, yo no soy creyente, soy agnóstico. Pero la figura del Crucificado es para mí un gran símbolo: es el hombre que dio su vida por defender hasta el final una causa noble».
Este espíritu de sensatez y tolerancia que reinó en aquellos años en personas religiosas y no religiosas, en gentes de derechas y de izquierdas ha ido desapareciendo en buena parte a medida que nos hemos ido alejando de aquellos años. No son muchos los políticos y gentes de izquierda que estén hoy a la altura del «viejo profesor». Tampoco abundan los obispos que recuerden la altura de miras y el espíritu de tolerancia de los obispos Tarancón, Díaz Merchán e Iniesta. Ha adquirido fuerza una izquierda política de hondo calado laicista que quiere ver desterrados de la vida pública toda clase de expresiones del sentimiento religioso. Como contrapartida una buena parte de los obispos católicos parece que añora los tiempos nacionalcatólicos en que el Estado debía actuar a modo de brazo político de la Iglesia y la Iglesia como protectora ideológica del régimen imperante. Aquella atmósfera de tolerancia y respeto mutuos ha desaparecido en parte sustancial para mal sin duda de la ciudadanía. Con razón se admiran mis amigos alemanes cuando ven desfilar a obispos en una manifestación por las calles de Madrid proclamando que la Iglesia sufre persecución en España. Creo que en lo que toca a las relaciones de la cúpula eclesiástica con las instancias del Estado somos un caso único en Europa. En ninguna nación de la vieja Europa existe ese clima de tensión. Ni siquiera en la Francia de alta tradición laica e incluso laicista. Verán.
En estos últimos días del mes de octubre ha fallecido en un pueblecito del sur del vecino país una religiosa que iba a cumplir pronto los cien años. Una religiosa, sor Emanuelle, que había dedicado su vida, a semejanza de Teresa de Calcuta, a los más pobres y desvalidos en los suburbios y basureros de El Cairo, Manila y Sudán. Esta mujer, dotada de un carácter extraordinario, a la vez amoroso y audaz había ya atraído la atención de las gentes de fuera y de dentro de su país. Al mismo tiempo que levantaba pequeñas escuelas y centros de salud para los que nada tienen sabía decir una palabra fuerte y exigente que golpeara la conciencia de los grandes de este mundo. Ellos le conocían y admiraban. Francia le condecoró con la Legión de Honor.
La noticia de su muerte ha causado conmoción en los franceses sobre todo. Tanto o más que la que produjo la muerte de otro cristiano de excepción: el abbé Pierre. He podido seguir en la televisión francesa este real acontecimiento. Casi la mitad del tiempo de los «telejournal» vespertinos le fue dedicada ese día de su muerte. Y el miércoles, 22 de octubre, tuvo lugar la ceremonia del funeral en el mejor de los escenarios: la catedral de Notre Dame. Oficiaba el arzobispo de París y el templo y las afueras del templo estaban llenos a rebosar. Atrás y fuera los más pobres: mendigos, hombres y mujeres del Tercer Mundo. En las primeras filas: el presidente de la república, varios ministros del gabinete, antiguos primeros ministros, embajadores, la esposa del primer mandatario de Egipto. Comenzó la ceremonia. Un veterano político socialista, Jacques Delors, leyó las líneas de la carta de Pablo a los fieles de Corinto en las que se hace un encendido elogio de la dinámica del amor frente a cualquier otra actitud religiosa por espectacular que ella sea. Todo transcurrió con la mayor fluidez y naturalidad. No había lugar para estridencia ninguna. Muchos de los asistentes, sobre todo los de las filas de atrás y del exterior de la catedral lloraban a lágrima viva. Había muerto alguien que siempre estuvo a su lado y participó de su indigencia. De la Francia laicista no había signo ninguno, ni en los de adelante, ni en los de atrás.
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