- Religión y patriarcado
- El Diario Vasco, 2008-02-15 # Santiago Eraso
Durante siglos, la crítica al proyecto de autonomía del ser humano, y en especial a la libre autodeterminación de las mujeres, ha sido el eje central de la doctrina de la Iglesia católica y otras creencias monoteístas que, en nombre de la ley moral natural, han impuesto sus dogmas contra la libertad de las personas. Los sectores más fundamentalistas de estas religiones se parecen cada día más los unos a los otros. En una carrera por no perder su identidad primigenia tratan de acentuar sus perfiles más conservadores, resaltando sus diferencias formales y rituales -la misa en latín y de espaldas a los asistentes, la recuperación de la presencia del velo islámico- para garantizar la fidelidad de sus feligreses más devotos, resaltar sus diferencias respecto a las otras religiones con las que compiten en el marco de una globalización feroz y frenar la avalancha de agnosticismo.
Los esfuerzos de muchos creyentes moderados por adaptar las supuestas leyes naturales a la evolución de los tiempos e intentar compaginar la espiritualidad con el avance del conocimiento -no hay más que recordar el Concilio Vaticano II o los estudios de los reformistas islámicos- se encuentran con las jerarquías y los sectores más conservadores de sus organizaciones que no sólo discuten sus propuestas renovadoras sino que, en muchos casos, también propugnan un retroceso a las interpretaciones originarias y arcaicas de los textos sagrados. En consecuencia, se produce un proceso de involución antihumanista y un movimiento reactivo contra el racionalismo individual que nos retrotrae a épocas en las que las personas eran «criaturas de dios», incapaces de pensar y actuar por sí mismas.
Muchas de estas regresiones conceptuales tienen un fuerte componente epistemológico androcéntrico y, por supuesto misógino, cuya premisa fundamental sigue siendo la exclusión de la mujer del ámbito público y su reclusión en el privado, vinculándola estrictamente al cuidado de la familia, entendida como la unidad esencial tradicional que funda una sociedad patriarcal, como sistema universal de dominación masculina.
Confío en que estas interpretaciones reaccionarias no regresen al tiempo en el que, como nos mostró el prestigioso especialista de la Historia de Roma de la Universidad de Oxford, Peter Brown, los primeros cristianos pensaban que las mujeres eran «hombres fallidos» porque sus cuerpos no habían logrado, durante la coagulación en el útero materno, acumular las mismas cantidades de calor y vitalidad espiritual que hacían que los hombres fueran hombres.
Sea como fuere, parece evidente que esa incomplitud femenina debe tener aún hoy cierta importancia si tenemos en cuenta que, en muchos casos, las teorías de las diferentes iglesias sobre la mujer se inscriben en interpretaciones anacrónicas, muy poco dignas de ser consideradas.
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