- Chamusquina
- ABC, 2008-11-02 # Ignacio Camacho
En ocasiones, la izquierda radical y la derecha extremista coinciden, alternativa o simultáneamente, en la vieja pasión histórica de hacer hogueras con coronas de papel de fumar. Se trata de un pasatiempo recurrente que a veces acaba mal, con un incendio incontrolado que hace pavesas el sistema de convivencia. Por lo general empieza con una tontería agrandada, una polémica de salón o un ficticio escándalo cortesano, y a partir de ahí suele sobrevenir el clásico peligro de jugar con fuego, del que casi nunca hay tiempo para arrepentirse, aunque sí motivos. En España nunca falta un tipo cabreado con una lata de gasolina, dispuesto a verterla sobre la primera fogata que encuentre a mano. Cuando son muchos, de la humareda salen nuestros peores demonios.
Los celtíberos tenemos un instinto convulso que nos empuja a estropear lo que funciona. El cainismo nacional es onmicomprensivo con una política absolutamente sectaria, pero se vuelve estrecho cuando se trata de juzgar a la única institución que está por encima de perfiles banderizos, y por cierto la que menos errores comete en su función. Examinando con lupa palabras y gestos, los savonarolas de turno siempre encuentran alguna piedra de escándalo, pero pese a esos intentos de desgaste oportunista, la monarquía continúa siendo, década tras década, sondeo tras sondeo, el valor más estable de nuestra opinión pública interior y el emblema exterior más respetado de la democracia española.
Cuando surge el humo de los incendios provocados a partir de cualquier chispa, lo natural sería que los dos grandes partidos actuasen de bomberos de manera coordinada. En cambio, lo que suele ocurrir es que en la confusión tienden a pisarse entre ellos la manguera, y con frecuencia no sólo enredan al adversario, sino que acaban ellos mismos socarrándose el trasero. Estos días estamos asistiendo a la combustión absurda de una polémica estéril, en la que los pirómanos han soplado con fuelles de discordia sobre unas palabras nada incendiarias de la Reina. Estas brasas huelen a chamusquina: pocas personas hay en España con un talante menos inflamado. Doña Sofía es puro sosiego, un bálsamo moral que brota desde su misma mirada. Tratar de convertirla en materia de ignición civil es una impostura tan palmaria y forzada que esas llamas artificiales podrían sofocarse con un simple vaso de agua. Pero éste es un país en el que nunca llueve bastante para apagar un fósforo.
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