- ¡Que hablen todo lo que quieran y un poco más incluso, que no callen ni un instante!
- Rebelión, 2008-11-02 # Salvador López Arnal
Se entiende las razones de esas consideraciones pero, en mi opinión, deberíamos transitar por un sendero muy alejado. ¡Ojalá la señora Sofía de Grecia dijera públicamente todo lo que piensa, todo que seguramente suele decir en familia, en privado, y a sus amistades más íntimas, algunas de ellas con enorme poder (R)real e institucional! No restrinjamos ni tan siquiera un átomo fisionado su libertad de opinión y expresión.
Para la mayoría de los lectores de esta página o de páginas afines no es ninguna sorpresa que la señora Sofía, esposa del Jefe del Reino de España, esté en contra del derecho a la interrupción del embarazo; que se muestre contraria a la eutanasia; que afirme que el general golpista fue un dictador pero en absoluto un tirano; que hable de Ceuta como parte de sus reinos, como si hablara una reina absolutista del medioevo; que crea que homosexuales y lesbianas casados no forman realmente una familia (seguramente porque, como opina la periodista autora del libro, “el matrimonio es, como siempre, macho y hembra”); que vea necesaria la enseñanza de la religión (para ella, la católica) en colegios e institutos porque los niños y jóvenes necesitan una explicación del mundo y de la vida (¿qué noción tendrá la señora Sofía de Grecia del concepto “explicación”?). Y así siguiendo.
¿Qué podíamos esperarnos? Nada, menos que nada. Basta que pensemos en sus antecedentes familiares nunca mirados críticamente; en su admiración por el ultracatolicismo español más beligerante y su amistad y cercanía con sus representantes más retrógrados; basta con que recordemos que su secretaria personal desde 1970 (¡desde hace casi 40 años!) es la señora Laura Hurtado de Mendoza, miembro del Opus Dei, como también lo es por cierto Pilar Urbano, la autora de La reina muy de cerca, lo que mueve a pensar que la mano de la Obra también aquí ha sido muy alargada; que, en fin, no olvidemos el papel desempeñado por la amiga de generales , por ella estrictamente, en la trama del 23-F.
¿Cómo obraríamos en caso de que unas declaraciones así hubieran sido formuladas por un presidente autonómico, por el presidente del Senado, por el primer ministro del gobierno o incluso por un gobernador civil? Exigiríamos su dimisión con una maleta interminable de razones atendibles. Vale la pena hacerlo también esta ocasión: exijamos la dimisión de la esposa del Rey, del mismo Rey y de la propia Monarquía. No hablamos de abdicación, hablamos de abolición de la institución monárquica.
Desgraciadamente la razonable petición está lejos de ser entendida por la ciudadanía popular. Busquemos más apoyos, trabajemos el desapego popular. Pidamos, o deseemos cuanto menos con vehemencia, que siga hablando la Reina consorte, ella sí familia institucionalizada, que siga manifestando sus posiciones políticas. Desenmascaremos de este modo las máscaras de cortesía, bondad y buen gusto que suelen acompañarla.
Tenemos, desde luego, otro motivo más para vindicar la III República federal y exigir la abolición de la Monarquía borbónica: no sólo es que ésta sea indefectiblemente una institución antidemocrática y trasnochada sino que sus actuales representantes, digámoslo rápidamente, son unos carcas, unos ciudadanos muy tentados exitosamente por la corrupción y unos ultracatólicos de tomo y lomo, aparentes o convencidos, que, por lo demás, siguen sostenuendo afirmaciones afables sobre el responsable de una de las mayores tragedias de la historia de España y de la Europa contemporánea.
Por lo demás, que el Senado y Congreso español no admitan a trámites preguntas relativas a la Monarquía, que la Casa Real haya emitido un comunicado que ha provocado las quejas de una persona tan conservadora (y monárquica) como Pîlar Urbano y que la vicepresidenta del gobierno, la señora Fernández de la Vega, haya hablado, después del desaguisado y el comunicado falsario de la real casa, del “impecable desempeño de las funciones constitucionales de la reina” apunta hacia donde todos sabemos cada vez con mayor certeza: que esta Constitución no es plenamente democrática, que fue fruto de un pacto con pistola en el cinto de una parte mayoritaria e irritada de los asistentes y que la transición, se diga lo que quiera decir, fue una (inmerecida e injusta) derrota del movimiento antifranquista de la que hay que intentar salir con urgencia.
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