- La nueva función de amar
- El País, 2008-01-05 # Vicente Verdú
Poco a poco el basamento amoroso que procuraba cimiento a la institución familiar y legitimaba -en realidad o en convención- su permanencia se manifiesta un pilar tan vacilante como endeble. El vínculo paterno filial que cruzaba la sociedad como tirantes de hierro, resistente a casi cualquier percance, ha venido adelgazándose y hasta disipándose.
Los hijos dejan pronto de contemplar a los padres como gigantescas esculturas de autoridad y, cumplida ya la fase del falso compañerismo, el hogar desemboca en una cohabitación tan pasajera como portátil, cambiable, moldeable y promiscua. La nitidez del orden jerárquico, el perfil de la subordinación, el débito amoroso y sus concomitancias son hoy apagados vestigios en una desintegración general del vínculo. De todo vínculo, al menos, que evoque la ferramenta, la pesantez y el pecado mortal.
Los hermanos siguen siendo hermanos pero ¿dónde empieza y acaba esta coloreada fratría donde se alistan hijos de otro padre o madre ajena, varios bebés chinos y adolescentes del Paraguay? El mismo aire del planeta globalizado se filtra en el recinto familiar y su núcleo duro se disuelve en la ondulada mixtificación sin pureza ni predeterminación alguna.
Amamos a más individuos que nunca antes en la historia de la Humanidad puesto que a los multiplicados seres humanos se han incorporado además los bosques, los animales domésticos y los plantígrados, el patrimonio histórico y hasta el clima pero, a la vez, ese corazón inflado ha perdido la inflamación.
Amamos de un modo tan general que sin pensarlo el amor se ha convertido en una típica frase hecha. ¿No amamos siquiera con pasión inflamada a la pareja? La amamos, en efecto, en tanto que el servicio intercambiado a través del fuego amoroso nos procura un balance positivo, un bienestar general, un superávit de productividad y de gozo, pero ni un paso más.
Cada amor se comporta a la manera de un caro artefacto de altísimas prestaciones y del que esperamos que "funcione" en proporción a la singular expectativa depositada en él. Su tiempo feliz se relaciona así directamente con su funcionalidad y utilidad precisa en cada periodo concreto. La misma obsolescencia que recae sobre la vida operativa en otros ámbitos penetra en la dinámica de cada clase de amor: desde la amistad al enamoramiento, desde la adhesión religiosa a la pasión pagana.
La debilidad de los lazos y su sustitución frecuente se corresponde con la pérdida de la fe en lo perdurable y la falta de disposición para el martirio, la espera indefinida o la resignación incondicional. El amor se hace volátil en una doble acepción: vuela con mayor velocidad de un punto a otro y pesa menos en cuanto composición en sí debido, en suma, a su importante cambio de naturaleza.
De ser sustancia sagrada y de valor absoluto el amor pasa a sustancia movible y relativa. Vale no tanto en cuanto sentimiento trascendente de por sí sino en cuanto contingencia que propicia una asociación mejor. En esta deriva, el amor pierde peso y gana funcionalidad. Amamos o rezamos, nos asociamos o nos aventuramos, con el proyecto de un resultado mejor y a plazo limitado. Todo lo que no admite ningún fin -tan propio de la ideología romántica- no se corresponde con el presente y todo aquello que conlleva atadura se opone a la vigencia democrática. No imprecamos, no veneramos, no idolatramos, no nos entregamos en brazos de una entidad igual o superior, inducidos, como estamos preservarnos como dueños completos de nosotros mismos. ¿Dueños completos de nosotros mismos? ¿Es concebible un deseo más opuesto a lo que fuera aquella vertiginosa y delirante voluntad de amar?
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